miércoles, 29 de junio de 2011

Desde mi cama se ve Venecia.
Adiós cama. Adiós casa.
Os echaré de menos.

Pero en realidad lo que quería decir es
Adiós primerbeso, adiós;
adiós coronillaperfumada, adiós;
adiós mordiscosenlanuca, adiós;
adiós bocetosdepiel, adiós;
adiós a todos las memorias de ti que viven en mi casa
hoy se vienen conmigo, como el sueño recordado a trozos
hecho trizas, y amado a jirones.

Os echaré de menos.

miércoles, 22 de junio de 2011

Y todos estábamos vivos

(...) distanciada y carnal,
mueve el discurso, lo expande
y desordena, lo concentra, lo apacienta
o dispersa como el lobo a sus corderos.
(...)

Del ojo al hueso

(...) el encharcamiento
estacional de las tierras
llanas, ese espejo, pecho desnudo,
graznidos para lo vulnerable.

Del ojo al hueso

(...)
A cuatro bajo cero se respira
el aire como si fuera el cielo
que es el aire lo que se respirara.
Corta y se expande y un instante
rebrota antes de herir.
(...)

Ella, los pájaros.

(...)
verdes, árboles invadidos
de infinitos gusanos,
levedad de materia.
Me da miedo la luz,
lo quieto de la luz,
el hueso de la sien
contra la mía.

Las puertas.

Al fondo de mí mismo hay cuatro puertas
(...)
la puerta del jardín de los deseos,
la puerta del instante prodigioso,
la puerta de la infancia recobrada.
(...)
Mientras florezcan firmes mis deseos
y me aguarde el instante y el prodigio
y la luz en los patios de la infancia,
no cruzaré el umbral, la cuarta puerta,
no pisaré esa nada imponderable.

(de Horizonte o frontera)

Sueño con cuchillos.

(...)
Despierto. Abro los ojos:
el vaso en la mesilla, tu cuerpo junto al mío,
la casa en calma. Es el amanecer.
(...)

El muro.

(...)
No es que me haya perdido:
he vuelto a despertar en el desierto.
(...)

Donde rompen las horas.

(...)

Imagen detenida, desperté.
Me llamaba tu voz desde las pasarelas
del tiempo. Abrí los ojos. He venido
a besarte los labios minerales:
besos de cartón-piedra a la luz de los focos
que idealiza el recuerdo, tu mirada
más ágil que la luz hiere la tarde,
se acomoda en mis manos, habla,
(...)
tu cuerpo de eco turbio y leopardos.
(...)
rojo carmín tu voz en el silencio.
(...)
con sus fríos relojes que no saben
detener el instante
y su lógica hostil y sus fronteras.
No hay sitio para ti:
irrespirable
el aire de este mundo.
(...)
entre el siempre y el nunca y el quizás.

La isla

(...)

Conocí el huracán, la madreselva.
Conocí el ancho cielo interminable.
Conocí las espadas y el enigma,
la boca del dolor, la del deseo,
la súplica que anuncian los labios no besados,
qué tibio el corazón cuando se precipita.
Cuantas mujeres hay en este mundo
las conocí por ti. En tí dormían.

(de Las cartas marcadas)

martes, 21 de junio de 2011

La certeza.

Sé que cuando le estés quitando la ropa
en la parte de atrás de un ford fiesta amarillo
te estarás zambullendo en olores
[recuerdos del año treinta y cinco]



Después, sonreír entre máscaras y cartas.
Mi maleta viajará a lugares lejanos
donde pueda enterrarte entre luces y sombras
entre la andrajosa hojarasca.

Ahora lo he recordado, ¿acaso no lo ves?
Sin botellas de humo, siempre me rompes.
Te quise tanto que cuando pude volver a ti, no lo hice porque te quería demasiado como para convertir tu vida en un infierno (otra vez).
Quiero tus pinceles. Quiero la fina arena. Quiero el sol. Quiero tus mares. Quiero la vida. Quiero tus ojos.
Que si la raza humana tuviera que ser liquidada con un fulminante rayo,
sea al menos en el momento que te esté dando un beso de aeropuerto.
Como una escultura de hielo.
Atrapada en la fiesta, con la expresión congelada y deseando que todo acabe para quedarnos a solas.
Encontrarte en un rincón del cenador.
Aunque no seas tú.
Aunque no estés.
Aunque no sea una gran cualidad la mía.
Pero ahí existes.  
En un rincón del cenador, entre el lagrimal derecho y el nudo de garganta. Mi corazón corre salvaje, se despelleja, se suicida.
Y ladra, ladra mucho, porque no soporta tus volcanes,
no soporta los bálsamos de tu voz, y respirar sin ellos.
Sólo quiere sentir un poquito. Sólo un poquito.
El resto escuece, y cuece las entrañas a fuego lento.

Roma.

Ánforas en el patio, llenas de noche y de tiempo. Sedas en su cuerpo, y mirarla a través del ojo de la cerradura.
El tirante se le desliza por el hombro, dejando ver parte de la guinda del pecho por el costado del vestido. Tiemblan las pestañas, la respiración se acelera. Los cabellos recogidos entre hilos; entre vinos y pasión imaginar arrancarle cada trozo de timidez, soltar las hordas pelirrojas que maléficamente me hipnotizan.
Pasan las primaveras, los veranos, los otoños, y los años; y no han tenido piedad con ella.
Los cabellos blancos se entrelazan con hilos y arrugas, que ya han invadido su cara escondiendo la belleza que una vez hizo que temblaran los cimientos de la cordura. Sonríe con cansancio mientras permite, voluntariamente, que el sol acaricie su rostro.
Solitaria -como siempre- piensa que nadie la observa, sin darse cuenta de que cada día que veo su vida apagarse solemnemente, un trozo de mí se enquista en la historia, llenándome de grietas, sin poder gritarle que llevo 200 años cometiendo el error de asumir la esclavitud de ser estatua.
Imagina que es otoño.
Imagina que acaba de parar de llover.
Imagina que se funden el olor a tierra mojada y la sal marina.
Imagina que corres en bicicleta a carcajadas.
Imagina todos los charcos manchando tu falda.
Imagina que, en mi final, está mi comienzo.

Arde París. Arde.

Era una de las primeras noches de primavera en la que el frío no castigaba. El lugar estaba abarrotado y mi vestido tenía manchas de vino. Tu cabeza daba vueltas, la mía no paraba quieta. Sendas ondas cerebrales se mezclaban, chocaban y se infiltraban la una dentro de la otra, creando un big bang repleto de fuegos artificiales, de dinamita de colores, de bengalas a cámara lenta.
Miradas con los labios; conversaciones con los ojos; una mano en el hombro; dan como resultado una sonrisa y dos gajos de mandarina. La fórmula matemática no falló. Los vientos huracanados levantaron una espiral alrededor de dos cuerpos autoritarios de pieles fundidas.



Entre marchas imperiales, cabellos enredados y soldados perdidos, un tanque ruso atravesó los hornos parisinos. Los muros cayeron, los caminos se enterraron, y a lo lejos, en lugar de los techos y paredes de la antigua París, se divisaban vapores y humos mezclados con apacibilidad. Entre tanto caos, sobrevino el orden, e impuso sus nuevas normas, haciendo que los días se derritieran por la comisura de los labios. Los años pasaron en unos días, nos volvimos más viejos, derrumbamos las entrañas y detrás de un objetivo quedó patente cómo fue la noche en la que (algún día) me enamore de ti, como subjuntivo de algo que aún no ha podido ocurrir y que contaré.

Aunque seas ruso, aunque París no sea lo que un día fue, podemos tener un territorio neutral, y declararnos zona cero.
Todo a este lado del espejo. Todo difuso. Entes que van y vienen, y nadie se da cuenta, de que no sirve de nada sonreir delante de una cámara; las fotos son diapositivas en vida, para recordar cómo las cosas mueren.
Y desde este lado del espejo te veo, nervioso; te veo, vanidoso; te veo, lustroso.
Ese no es el que conozco, y pienso, que tal vez -sólo tal vez- este espejo me esté engañando, y no seas tú.
Tal vez me han encerrado en uno de esos laberintos de cóncavos y convexos, donde no existe salida, donde todo es reflejo y nada es real, donde los caminos conducen a la total locura, donde el Minotauro observa con una mueca cómo se deforman los recuerdos de algo que aún no ha ocurrido.



Los canales se secan.
Las mujeres lloran desconsoladas entre humo y polvo.
La casa se derrumba hacia el mar, y mientras lo hace, en mi habitación Alicia toca como ausente un piano desafinado.
Los hombres caen inertes sobre charcos rojos.
Los ronrroneos han dejado de existir y, de repente, no hay más razón para estar aquí.
Corre, corre. Intenta salir. Más rápido. Huye.
Que no venga a tomarte la mano la desesperanza.
Que ninguna nota se corte a la mitad.
Vete a casa. Vuelve al círculo polar.
No tienes que decirme qué ni quién eres.
Te observo. Te huelo. Escucho tus entrañas.
Así es como reconozco a mis semejantes
entre las raíces de la tierra y el licor de la cultura.
Así te ato a mi cordel vitalicio, alrededor de mi cintura,
para que, a pesar del camino que empolva nuestras almas,
tu recuerdo no caiga en una inconsciente inercia.
Tanta intensidad, agota.
Mental y físicamente.
Y una se pregunta si es exceso de sensibilidad,
si es neurosis de destino,
si es incapacidad inherentemente humana.
Pero, sobre todo, una se pregunta en qué momento llegó a ese punto sin retorno.
Mi pelo enrredado entre tus dedos.
Tus labios con sabor a pomelo.
Ver todas las mareas entre tus brazos.
Creer que seremos jóvenes para siempre.
Balancearme en tus noches.
Sacudirme en tus mañanas.
Puede ser que esté almibarada.
Puede ser que sea benevolente.
O puede que seas tú.

Tu mano abrazada entre las briznas de hierba.
Pieles erizadas bajo la manta.
Escuchar todos los acordes descalzos.
Puede ser que sean psicotrópicos.
Puede ser que calles.
O puede que seamos jóvenes para siempre.

Whitman

Creo en ti, alma mía, el otro que soy
no debe humillarse ante ti,
ni tu debes ser humillada ante el otro.

Retoza conmigo sobre la hierba, quita
el freno de tu garganta,
no quiero palabras, ni música,
ni rimas, no quiero costumbres
ni discursos, ni aún los mejores,
sólo quiero la calma, el arrullo de tu
velada voz.

Recuerdo cómo yacimos juntos cierta
diáfana mañana de verano,
cómo apoyaste tu cabeza en mi cadera
y suavemente te volviste hacia mí,
y apartaste la camisa de mi pecho, y
hundiste la lengua hasta mi corazón
desnudo,
y te extendiste hasta tocar mi barba,
y te extendiste hasta abrazar mis pies.

Prontamente crecieron y me rodearon
la paz y el saber que rebasan todas
las disputas de la Tierra,
y sé que la mano de dios es mi
prometida,
y sé que el espíritu de Dios es mi
propio hermano,
y que todos los hombres que alguna
vez vivieron son también mis
hermanos, y las mujeres mis
hermanas y amantes,
y que el amor es la sobrequilla de la
creación,
y que son incontables las hojas rígidas
o lánguidas en los campos,
y las hormigas pardas en los pequeños
surcos,
y las costras de musgo en el cerco
sinuoso, las piedras apiladas, el saúco,
la hierba carmín y la candelaria.

Back home.



Pienso en ti y me siento como en casa.
Como si tomaras este café con chocolate a mi lado, dejando que meta mis gélidos pies entre tus piernas y calmar todos mis dolores de domingo.
Escucho el termo, tus suspiros, tus dientes masticar.
Veo tu sonrisa en cada rincón de la casa adornada con una barba de tres días que enciende mi lujuria.
El pan caliente, las sábanas deshechas, las tardes repletas de risas con manga larga, las mañanas con la cara hinchada.

Me gusta tu invierno.

Cazador cazado

Cansancio de la caza,
de traicionar el alma,
de consumir mil cigarrillos esperando que se llenara el vacío,
de tantas botellas de Jack Daniels con una Visa detrás,
de noches repletas de sexo y de desconocidos,
de mañanas de asco y ausencia,
de olores artificiales,
de acordes fuera de lugar.

Entonces, llegó Él;
recompuso los pedazos,
me susurró al oído,
me acarició la espalda,
mis vísceras temblaron,
cocinó mis mañanas,
hizo crepitar las noches,
afinó todas las notas.

Y se fue, dejando trás de sí un reguero de palabras, de risas, de besos, de café, de sábanas y de nostalgia, y la presa fui yo. Una presa consentida y caprichosa que absorbe cada uno de sus suspiros.

La flecha.

Creé mil mapas para conocer cada rincón del camino.
Redirigí el timón para cruzar todos los mares.
Me encomendé a las parcas para la conquista.
Recorrí cual penitencia cada instante en tus fronteras.
Abandoné la piel, aferrándome a tus pestañas.
Invadí los amaneceres haciendo sombras chinescas sobre tu espalda.
Te escribí mil cartas para luego tirarlas al otoño.

La flecha de mi brújula te señala sólo a ti, recuperando la fe.

Cien días.

"En Nantes no hay nada", pensaba Suzanne, pero en Nantes estaba ella, sin miedo y con exceso de divanes, fiebres y claves de fa. Si hubiera visto escritas en negro sobre blanco todas las veces que había pensado en abandonarme a mí misma, probablemente Suzanne hubiera escondido la cabeza detrás de un sillón azul y hubiera muerto de vergüenza.
Hoy pienso en Suzanne porque hoy es el día número cien. Cien días atrás me encontraba con la angustiada Suzanne en Nantes, corriendo arriba y abajo por las calles empedradas y temblorosas por la felicidad de la juventud y la sensación de libertad que sólo conocen los que no tienen nada que perder. Y en estos cien días, no ha habido ni un sólo instante que no haya extrañado la risa histérica de Suzanne delante de un chocolate humeante, no ha habido una sola mañana que no tararee las cancioncillas marineras que le escuchaba cantar mientras pintaba.



Pero Suzanne se fue de Nantes hace más de cien días.
Cien días de una inmensa congoja que me anuda el estómago, en forma de postales de lugares como Zanzíbar, Mombasa y Niue, que quiero pensar suyas.
Cien días que la ví subirse a ese velero en el puerto, para no volver;
ciento seis días que olí su infantil aroma;
ciento cinco días que recogí su toalla mojada del baño;
ciento cuatro días que le di mi último beso maternal de buenas noches.

Mi pequeña Suzanne, ya eres libre, recuérdame en tus increíbles travesías entre constelaciones.

Te quiere, Mamá.

Piratas.



No importa el pasado.

El otoño barrerá los pecados anteriores, como barre las hojas marchitas.
La lluvia nutrirá las cicatrices, como alimenta el barbecho después de una larga sequía.
El viento desterrará a las decepciones, como arrebata paraguas a los viandantes.
El termómetro helará las agujas del reloj, como congela la humedad matinal.

Así pasará la estación fría, viendo como arden mis sábanas, como mi casa se convierte en un caldo de sosiego y piel, de poemas en silencio, de besos imaginarios. Mis enaguas bailarán entre tus manos, tu sudor caerá por mi espalda, las risas resbalarán por la comisura de los labios, y el granero arderá.

Pero, si nos aburrimos del otoño, siempre podemos hacernos piratas.

Hombre.

En tiempos como estos hay que concentrarse en necesitar a alguien.
En tiempos como estos hay que esforzarse en contener el último aliento.
En tiempos como estos hay que saber observar, preguntar y perdonar;
aunque la verdad no sea absoluta.



Y qué si tus entrañas huelen a jazmín de verano.
Y qué si tu piel se convierte en aterciopelado cuero al roce con la mía.
Y qué si tus palabras tienen precio.

Si con tus ojos me haría un par de pendientes para la más digna cortesana.
Si con tu boca fabricaría unos “buenos días” para despertar cada mañana.
Si con tus manos captaría todo el calor que surge de mi hogar.

No eres intocable. No eres inmortal.
Eres sólo un hombre, un hombre roto por dentro, como lo somos todos.

[Img: Chema Madoz]

Vessels

Hago barcos de papel imaginando qué piensas sobre el mundo y los echo al primer charco que se cruza en mi camino. Divago sobre si tu mente es una tormenta eléctrica o una balsa de aceite, si conoces mis intenciones, si al escuchar mi voz te llegan mensajes ocultos entre las palabras. No hay mapas de tu cabeza, y por eso te odio, aunque no pueda hacerlo ni por un sólo instante.


 Así me resigno, te observo a escondidas y rezo para que des un paso en falso y te descubras detrás de esa cara digna de una tarde de verano. Anhelo que mueras por un roce conmigo, que te retuerzas esperando una palabra de mi boca, que te deslices entre mis sábanas a cada momento por hambruna del alma. Y obtengo tu olor, una dulce mirada y un suspiro.


Una guitarra suena en una callejuela una noche de otoño. Estamos en el sur.

Octubre y el viento.

Cuando en la soledad de una noche de octubre aparecieron unos cabellos por la esquina de aquellas calles empedradas, el viento entró a través de los poros de la piel de su cuerpo revitalizando todos los tejidos.

Ella, que creía estar muerta.
Ella, que pensaba que no había salida.




Ella, que no recordaba el candor del ser humano.
Ella, que había borrado todo recuerdo del ayer.
Ella, que vagaba por el mundo sin nombre ni rumbo ni sentido.

Ella, encontró el halo de luz que parecía esperar desde hacía varias vidas: dos filas de perlas por dientes, debajo de dos gajos de mandarina por labios, con un par de ojos profundos que pedían a gritos que no fueran silenciados a golpe de hilo y aguja, un mentón que deseaba exprimir cada segundo de sus vidas y unos brazos abiertos dispuestos a recibir un golpe de viento de los que sólo se dan en octubre.

Moribundo (sí, usted), una cosa tengo que anotar, y es que estos encuentros tiene sentido y los fuegos de artificio son, por primera vez, brillantes e intensos… Aunque sea una locura. Aunque todo desemboque en el desierto del olvido. Aunque haya que perder, porque no exista más opción.
A pesar de ello, hay que jugárselo todo a los dados.

Recomendación #1

La inmortalidad, por Milan Kundera.


(…) Cuando Lenin afirmaba que amaba por encima de todo la Appasionata de Beethoven ¿Qué era lo que amaba? ¿Qué oía? ¿La música? ¿O un sublime ruido que le recordaba los pomposos impulsos de su alma, asiosa de sangre, de fraternidad, de fusilamientos, de justicia y de absoluto? ¿Disfrutaba de los tonos o de los sueños que los tonos le inspiraban y que no tenían nada en común ni con el arte ni con la belleza? (…)

Crecer.

En esta etapa de vida, ha habido una gran ruptura con mi vida pasada en todos los ámbitos (amor, estudios, trabajo, amistad…) y, fíjese usted, cómo son las casualidades de la vida. Haciendo limpieza hoy entre toda la montaña de papeles que concentra nóminas, contratos, solicitudes, declaraciones de Hacienda, poemas sobre servilletas, notas de amor, cálculos de liquidaciones, fotos antiguas… he encontrado algo que me ha revuelto lo más profundo de las tripas.
Recuerdo haberlo leído de lejos, sin atención, pero hoy me he dado cuenta de que a pesar de todo mi historial con esta persona, se ha convertido en un pilar fundamental de mi vida. Hoy quiero compartir la maravillosa suerte que he tenido de tenerla a mi lado, sin contar con todos los defectos que tiene, a través de una carta que me envió calculo hará un par de años.
Espero que lo disfrutéis tanto como yo lo he hecho.




Imposible atravesar la vida sin que el trabajo salga mal hecho, sin que una amistad cause decepción, sin padecer algún quebranto de salud, sin que un amor nos abandone, sin que nadie de la familia fallezca, sin equivocarse en un negocio. Ese es el costo de vivir. Sin embargo, lo importante no es lo que suceda, sino como se reacciona.
 Si te pones a coleccionar heridas eternamente sangrantes vivirás como un pájaro herido incapaz de volver a volar.
Uno crece cuando no hay vacío de esperanza ni debilitamiento de voluntad ni pérdida de fe.
Uno crece cuando acepta la realidad y tiene aplomo de vivirla. Cuando acepta su destino, pero tiene voluntad de trabajar para cambiarlo.
Uno crece asimilando lo que deja por detrás, construyendo lo que tiene por delante y proyectando lo que puede ser el porvenir.
Uno crece cuando se enfrenta al invierno aunque pierda las hojas.
Recoge flores aunque tengan espinas y marca camino aunque se levante el polvo.
Uno crece cuando es capaz de afianzarse con residuos desilusiones, capaz de perfumarse con residuos de flores… y de encenderse con residuos de amor.
Uno crece dándole a la vida más de lo que se recibe.


Un pequeño ramo de flores para un gran ramo de vida. Con amor.


Mamá.

Enajenación al amanecer.

Se me erizaban hasta los pulmones cuando me acariciaba desde la nuca hasta el final de la espalda siguiendo el camino de la columna vertebral. Mis pechos parecían contraerse con el escalofrío, pero realmente era el corazón que se me erizaba con su olor. Eran los murmullos del despertar que cada mañana me dedicaba esperando una sonrisa a cambio.

A veces me fotografiaba mientras dormía, destapándome sutilmente la espalda o los pies, según vi el día que encontré las fotografías en el fondo del cajón de los calcetines. Cuando se aburría de esperar a que me despertara, ponía mi disco favorito y me masturbaba hasta que mis gemidos hacían temblar los pilares del mundo. Dedicó mañanas, tardes y noches a escuchar mis alocadas teorías sobre el Apocalipsis del arte y las razones por las cuales prefería las mandarinas a las manzanas para desayunar.

Nunca despreció el movimiento desordenado de mi cabello que bailaba al ritmo de mis desequilibradas neuronas en un vals con el viento del invierno.

Y para acabar el discurso, Señora, diré que más de una vez pensé que me podría asfixiar a causa de los paroxismos positivos que se activaban en mis entrañas al rozas mis dedos con los suyos.
  • ¿Acaso pensaba usted que me iba a impresionar?
  • Si eso no es Dios, dígame usted qué es.

Descalza.

Un vestido rojo. Zapatos caros. La sala apesta a maquillaje y frivolidad. Todos ríen, Sam se sacrifica. La fila de dientes ajenos se torna diabólica, extraña, pero ella sonríe desde la estratosfera de su universo individual, aunque ya no le queden razones para hacerlo.

Poco a poco, la obligación voluntaria de encontrarse rodeada de esos monstruos se convierte en ansiedad. Su propio reflejo en los espejos le molesta.

“¡Qué me importa a mi este rostro! Esto no soy yo. No puedo ser yo. Es imposible.”

Alcanza la primera copa que encuentra y baña su garganta con ese líquido burbujeante. Sin embargo, el alcohol no la hace más valiente, no la ayuda a salir de ese pequeño escenario, sólo potencia el descontrol de la situación. Y es que no hay violines suficientes para acallar los gritos internos, no existen tantos músicos como para complacer un alma atormentada.

Progresivamente, el aire se hace más espeso, le cuesta respirar, el perfume de los demás asistentes vician el ambiente hasta hacerlo insoportable. El sudor frío le recorre la espalda y nota el batir irregular del gran músculo irrigador. La respiración se acelera de manera incontrolable y, repentinamente, sale con lo puesto disparada. Corre, huye de aquel lugar infectado de odios y miradas lascivas. Los árboles de la orilla de la carretera marcan los metros recorridos con una dirección fija: LEJOS.







Después de un tiempo (factor inexistente en una huida), Sam ya divisa una figura humana entre los espíritus olvidados de la ciudad. No ha dejado de correr, pero allí está él, donde lo dejó, sentado encima de un muro.

- Ya tardabas.
- Me escapé en cuanto tuve oportunidad.
- Pareces una furcia vestida así.
- Tenía que parecerlo.
- Habría dado mis dedos por no tener que verte nunca de esta manera.
- Yo también.

Él se da la vuelta y sigue mirando al horizonte, ella se encarama zapatos en mano al punto más alto del muro, junto a él. El reloj del campanario anuncia la hora de aquel agujero contaminado: dos de la madrugada. Automáticamente, se activan los aspersores del jardín que se encuentra bajo sus pies. Ambos, mantienen la mirada alejada de cualquier lugar que tenga especial interés; durante un tiempo, sólo existe la nada y ese sosegado ruidito que provoca el agua que cae sobre la hierba quemada por el sol.

De repente, la gravedad atrae los zapatos de Sam y, seguidamente, esta se deja caer sobre la tierra mojada. Una sensación de alivio se apodera de ella cuando los dedos de sus pies abrazan las briznas de hierba. Sus piernas se dejan bañar por la lluvia artificial y, como consecuencia, se olvida de pensar. Sólo ese preciso e inestable momento se convierte en el núcleo de sus vivencias. Toda ella, las ánimas vagabundas que la acompañan, cada molécula de los compuestos que llenan sus pulmones, cada poro de su piel… Todo suda armonía consigo misma. Por fin vuelve a tener cinco años, la felicidad plena revivida una y otra vez.

- ¿Te irás? - Le pregunta la silueta que se esconde detrás de un cigarro encendido, aún sentado encima del muro.
- Debo hacerlo.
- ¿A dónde?
- Donde pueda volver a ser yo misma. Donde no necesite esforzarme para sonreír. Donde no tenga que mentir. Donde empezó todo.

Las dos miradas se cruzan en ese momento. Él, una sombra preocupada. Ella, un baño de luna extático. Pero nada importa, comprenden los papeles que juegan el uno con el otro.

- No me gusta nada Sam, pero me gusta cuando eres Sam.
- …
- Esa ciudad tiene buenos bares, buena gente y mucha droga. Es un buen lugar para vivir.

Como Martin Luther King.

Vivo en el lugar donde la alegría asoma cada mañana por el horizonte marítimo, donde la gente no pierde la sonrisa por los cadáveres de la playa, donde los hombres y mujeres dejan un rastro de billetes sin numerar con destino al extranjero.
Vivo en el lugar donde secuestran niños a las puertas del colegio, donde los informativos reinventan las noticias causando pánico en los comedores, donde los adolescentes mueren en paradas de autobús por armas blancas.
Vivo en el lugar donde es más sencillo conseguir la dosis diaria que un trabajo con el que sobrevivir, donde las personas empeñan sus órganos para conseguir los derechos básicos, donde las mujeres se alquilan a buen precio y las almas se regalan por tres cifras.
Vivo en el lugar donde la política ya no es intentar realizar un sueño sino un negocio de cemento y talonario, donde se destruye el pasado y nadie dice nada, donde el arte descansa en museos y los artistas mueren en la calle.

Lección no aprendida.

 He vuelto a Nantes, he vuelto a caminar entre sus calles, he vuelto a respirar el aire viciado de sus bares y he vuelto a amenazar a mi propia cordura con regresar para quedarme.


Otra vez en Nantes. Otra vez escribiendo en las gotas de lluvia del cristal, otra vez alquilando mi alma por un poco de afecto que caduque a la mañana siguiente, otra vez pensando que eres tú el que ronda las escapadas, otra vez vuelta al autoengaño que tantos años me tuvo sumida en buscarte al fondo de cada botella, otra vez aniquilando (me). Y así empezará otra vez el bucle incierto de la destrucción pasiva de mi yo hasta que el acto de supervivencia más básica se revele en silueta de cobardía y me haga huir de ti. Huir de nuevo a ninguna parte, esa ninguna parte donde el aire no huela a tus noches, donde tus manos no rodeen mis caderas, donde tu saliva no se mezcle con mis palabras.

Invisible e indestructible cadena que me ata a tu existencia. Soma. Sinopsis neuronal. No funciona. Me has convertido en vísceras programadas para tolerarte, una esclava de ojos vendados, atada de pies y manos, que rinde pleitesía a tus miradas. Grandioso síndrome de Estocolmo ¡cuánto te detesto!

Pasión.



Un toque de jazz despierta mis más oscuros instintos: un toque, otro; una nota, otra; y sin querer se van entrelazando sin que haya más espacio entre ellas que una insignificante clave de sol derretida por la velocidad en que se acarician entre ellas.

A golpes de brisa me falta el aire, el cuerpo se deshidrata, el pulso se acelera, la espalda se arquea entre tus manos, así pues, de repente, no hay más espacio entre los dos que centímetros de piel. El silencio, el bendito silencio ahogado por tus besos, por tirones de pelo, por mordiscos en el hombro. La luz de las farolas entorpecida por siluetas me hacen olvidar si estoy en Nantes o en Marte, si soy hombre o mujer, si me pesan los años, si arrastro tragos mal dados.

Tu piel resbala cuando te alcanzo, tu lengua se convierte en la mayor de mis pasiones conocidas, y así me ato a la locura, como Ulises atraído irremediablemente hacia el malévolo y fulminante canto de las sirenas.

La nostalgia.

El reloj de la cocina ha dejado de marcar los minutos, se paró a las 05.45 sin musitar ni un sólo halo de agonía. Simplemente, decidió no moverse más.
Hay un tambor dentro de mi caja torácica que a veces deja de hacer ruido y se me encoge en la garganta. Será que es arrítmico.
 El techo de mi habitación ha decidido mudar de piel, quiere escapar de una atmósfera que no cesa en su llanto.

Play-pause-play-pause-play-pause   

Pero todo sigue igual: Una imagen congelada a través del tiempo, colores gastados, vidas enlatadas en pixeles y sonrisas que desaparecen a cámara lenta en la letanía de la cinta de vídeo.

Eso es la nostalgia. Darme cuenta de que hablo con la única planta que tengo en casa buscando tus respuestas, preguntarte inconscientemente si quieres algo cuando abro la puerta de la nevera, buscar tu calor entre las sábanas en el frescor de la noche, imaginar que es tu piel la que me roza en el autobús y notar que el corazón me da un respingo si suena el timbre. Pero la albahaca es poco habladora, la nevera está vacía, me resfrío de ausencia, hay huelga de transportes y siempre se equivocan con el interruptor de la luz del pasillo.

En la vida ya no queda ni la sombra de ti.

[Img: Filipa Mateus]

La nada.

La caricia del algodón a últimas horas de sol.
La taza humeante sobre la mesa.
El contraste del tono naranja de la pintura de la terraza sobre mi piel.
El abrazo de la muerte en cada calada.
Una voz suave de fondo que se pregunta lo mismo que yo, y recibe la misma respuesta. Nada.
Esa es la nada. Esperar a que toques el timbre en cualquier momento, que compartas conmigo la humedad de la noche a través de un cálido abrazo y que me reproches mis malos vicios cuando sabes que mi mayor adicción es tu presencia. Y es que extraño tu aliento más de lo que debiera. Pero no queda nada.

Bendita noche.


Mientras escribo estas palabras, sueño despierta
–y van tres-
Escribo lo mismo repetidas veces
-¿y si ocurre?-
Deseo como un naúfrago en mitad del océano
–respiro-
Y rezo para ésta sea la noche
–la eterna-
en la que me enseñes a disfrutar realmente de un único momento
–ay-
Que esta noche, mientras yo me encuentre en las profundidades de mis escenas oníricas
–soledad-
tú y sólo tú entres por aquella puerta
–silencio-
y yo finja honda conciencia obligándote al libre albedrío
–tu cuerpo y mi espalda-
y con un único y delicado roce de tus labios sobre mi hombro
–tu brazo en mi piel-
calmaras mi muy arraigada ansiedad
–buenas noches-.
Finalmente, un suspiro haría descansar mi alma perdida
–metafórica muerte-.



Canibalismo.

Me alimento de tu vergüenza, de tus noches de desvelo, de tus víctimas, de tus vicios, de tu caos, de tu furia, de tu invierno, de tus luces de neón.
Devoro tu hígado, respiro con tus pulmones, me caso con tus lágrimas, me divorcio de tus palabras.
Castigo tu mundo con una barra de labios, estrangulo tu realidad con unas medias, vicio el ambiente con tinta caducada.
Soy tu última bengala. Y me da igual.

Analgésica.

En esta calle somos cuatro: Mi maleta, el silencio, mis ganas y yo.
Una maleta marrón, corroída por el tiempo que sólo contiene secretos. Un silencio incómodo que no me olvida cuando se trata de soledad. Unas ganas de alzheimer y anestesia en asuntos de cicatrices mal curadas. Y, como siempre, yo, que no podría salir sin mi alter ego. Todos ellos me acompañan cuando salgo a pasear con nocturnidad y alevosía por las calles de la ciudad en busca de unos ojos con el cartel de “Se alquila” colgado en pupilas llenas de vacío.

Camino y avanzo, y cada piedra que piso me parece un poco más dura que la anterior. Quizá sea porque la carga cada vez se hace más pesada y mis pies no amortiguan las caídas como antaño. Me miro en los escaparates cerrados y consigo llegar a lo más profundo de mi infección. Otra maldita noche huyendo sin saber de qué ni por qué lo hago. Soy una cobarde que salta de estrella en estrella, y se estrella porque los que alquilan su alma piden un precio que no puedo pagar. No puedo evitar traer goteras a casas desconocidas cuando me derrumbo por defensa propia, eso no es nada nuevo.

Bailo con mi maleta marrón bajo el manto frío de las dos de la madrugada. Resbalan mis pensamientos de días felices para entrar extasiada en un mundo que es sólo mío. Me recuerda a la primera vez que probé el sabor de unos besos que no esperaban nada de mi. Unos besos que se me antojan más lejanos que mi antigua ignorancia analgésica. Ni la morfina intravenosa consigue arrancarme la visión de esos roces, cuando ninguno de los dos sabíamos de la existencia de otros tipos de salvavidas.

No hay nadie que me pueda decir nada de él, pero me parece divisarle a lo lejos y no puedo acercarme. Sufrió lo suficiente al elegirme entre todas las trastornadas bipolares, y sigue arrastrando la cadena de mi recuerdo por las calles. Como yo hago con la mía. No es el mismo hombre que conocí en una noche de soledad y alcohol 98º. No cambio de tesitura, sigo convirtiendo olas de sonrisas en mentes atormentadas como la mía. Podré cambiar mil veces nuestros nombres, pero no desterraré la sensación de esos dedos tocando el piano en mi estómago al igual que no puede arrebatarme mi máscara. Ya le dije que a veces somos devoradores de corazones con buenos disfraces de princesa.

Por primera vez deseé que ésta vez jugáramos a ser sonetos felices en lugar de tristes notas de suicidio. No queda otro consuelo que empaparme la ansiedad de volver a hacerle mío que me devora en una manzanilla fría, de vuelta en mi cama abandonada. Esa es mi única verdad.

El baile del sol.

He asistido al ocaso del pensamiento.
He vivido el renacer del odio.
He visto nacer y morir a las buenas costumbres.
Conozco la buena y la mala cara del mundo.
El planeta con sus legañas y sus bostezos ha enseñado el valor de la existencia. Unos han aprendido. Otros no. Todo eso, revuelto, ha hecho que aquellos que hemos venido a un mundo plagado de cadáveres sintamos unas horribles ganas de escapar. Porque huele a guerra, a incomprensión, a balas y a niños, a amor disuelto y a kilómetros de distancia, a piel marcada ya piernas rasuradas a silicona y a maquillaje, a mentiras por todas partes.
Las briznas de trigo siempre bailan al mismo son, ninguna se rebela contra los elementos, son el máximo exponente de la paciencia y la esclavitud de las circunstancias. Nosotros somos humanos, y no briznas de trigo.

Tormenta nocturna.

El silencio abre sus puertas al mundo entre humos y tinieblas. Los aromas de la noche disponen y controlan cada paso de los humanos, sin más opción, seguros del libre albedrío. Estrujan cada circunstancia, tienden trampas, dejan migas de pan que llevan a la oscuridad. Abandonan, engañan, mienten, utilizan, y lo único que los mueve es la soberbia. El narcisismo se convierte en una tortura donde el castigado no sufre, sólo hay errores y el pesado saco de las culpas empiezan a quebrantar la esencia de cada uno bajo la forma de labios y lenguas.

¿Es el diablo? No. Sólo el silencio

Festival de las luces de invierno.

nvaden mi casa a través de la ventana, me acosan, me persiguen y no me dejan ocultar mis oscuros rincones. Todo se ha aliado para iluminar mis secretos: las luces, tu sonrisa, mi teléfono, el correo, tu mano caída, el traje de chaqueta, tu cuerpo en mi cama, la música de antes ¡Hasta el ficus parece más vivo! Las calles de Nantes son ríos turbulentos de jerseys y bolsas brillantes, contrabajos y Haendel, sombreros rojos y estrellas guía, lágrimas y sonrisas en un aeropuerto. Todos felices, todos agotados, todos vivos.
En la buhardilla se ha parado el tiempo, hace frío y huele raro. Debe ser el pasado, que siempre tiene ese aroma a carcomido. Son cajas de cartón llenas de inviernos, de claros y oscuros, de postales de Vermeer y de ausencias de barbas. Incapaz de tirarlas, ya son veintidós cajas llenas de bombillas de colores, uvas y confeti; tus palabras mezcladas con otros "tequieros" ya ocupan caja y media.
Se ha iniciado el festival de las luces de invierno en Nantes. Son pequeñas, blancas y brillantes: insignificantes, pero iluminan tontamente las caras de los viandantes con nostalgia, intentando como cada año vencer la batalla que se inició en el principio de los tiempos: los recuerdos, tu aliento, el calor de otro, la ilusión futura, el borrón y la cuenta nueva.

La ciénaga.

La oscuridad es la ausencia de luz que no deja clarificar la existencia del ser. Dejarse llevar por las sombras buscando un hilo luminoso que permita pasar una brisa de autenticidad y termine con todas las intrigas, esa debería ser la búsqueda real del ser; pero, sin embargo, el individuo se empeña en vagar en la penumbra con rumbo incierto sin más, siguiendo susurros infestados de miedo y mentiras, en lugar de buscar incesamente una atronadora verdad que deje sordos los oídos envenenados.
Que hasta la más pura de las mentes esté condenada a vagabundear entre la pestilencia de las bocas humanas mendigando algo a lo que aferrarse, no sólo es triste sino difícil de aceptar. No creo que eso sea lo que la evolución nos tenía preparada como sorpresa final para nosotros, pero la imbecilidad de la raza es lo que tiene, que crea el caldo de cultivo más adecuado para la autodestrucción. No hay escapatoria, no hay antídoto, no hay refugio.
Sin respuesta correcta sólo quedan dos opciones: abandonarse en la ciénaga social o luchar contra ella, y ambas contienen riesgos impredecibles. Qué dilema.

En los parajes de tu sombra.




A lo lejos ya se divisaba su falda blanca, revoloteando sobre el horizonte infinito parecía que sus piernas acariciaran el viento. Era como un sueño, un dulce sueño de bosque encantado: Las mieses bailaban alrededor del sendero, su pelo largo y abundante se dejaba arrastrar levemente por las brisas, y la lluvia de verano parecía desfigurar su contorno. Pero era ella, era imposible que no fuera ella. La forma de andar, el volumen del cabello, y esa manera infantil de contonear los brazos eran propias de una sola persona.
 Habían pasado demasiados años, tal vez fuera la lejanía o quizás el desinterés, pero cuando estaban a apenas unos metros les sobrevino algo tan fuerte que les hizo parar antes de encontrarse. Ella ya no era la jovencita llena de vida qué el conoció, sino que los surcos del tiempo habían hecho mella en su rostro; y él, ¡qué decir de él!, también había perdido el fulgor de inocencia que rodeaban sus pecas de la niñez. Se miraron profundamente, como si fueran de una especie distinta, y no acertaron a decir ni una sola palabra.
 En efecto y por defecto, la imagen se esfumó. Ya no estaba ella, ni su falda blanca, las mieses no bailaban, y ya no estaba en la casa de aquel verano. Pero ella seguía estando, su piel habitaba en el melocotonero que crecía cerca del porche, el color de sus ojos nadaba en el whisky sobre la mesa, las amapolas habían robado el tono de sus labios afresados y su olor… ¡bendito olor! viajaba a través del tiempo a lomos del estío estacional.
Aquel hombre de dedos estriados había olvidado exactamente el momento en el que la nostalgia se instaló en su vida ¿Fue cuando tuvo que marchar a la guerra cuando era un chiquillo? ¿O acaso comenzó en los momentos en los que ella se perdía entre pensamientos por el jardín? Tal vez, simplemente, siempre estuvo entre esos abedules, o quizás empezara a atormentarle el día que ella expiró su último aliento.
Dicen que es imposible que dos personas de la misma condición emocional respondan "¡aquí!" cuando el otro pregunta "¿dónde?" (de ahí que el juego del escondite amoroso se convierta en un pasatiempo tedioso y lleno de furia) pero a veces, esa inesperada chispa aparece, aunque sea sólo por un par de segundos efímeros y odiosos, y cuando esto pasa… El recuerdo permanece, por desgracia, toda la vida vagando junto a ti, en los parajes de tu sombra.

[Img: Xabi Otero]

Nantes y abril.



Entonces, volví a Nantes. Tiré toda la poesía, la medicina, la astronomía, la música y la teología directamente por la ventana. Si me lo hubieras dicho, memoria, no hubiera revuelto entre tus cajones sin querer. Tú, sellado con olvido; Yo, habiéndote borrado.

Escapé, huí y corrí tanto como supe, pero los paralelos desconocen el sentido del desastre. Nueva vida, nuevos lugares, nuevas macetas, nuevas maletas, nuevas borracheras, nuevos vicios, nuevos escalones y nuevas pieles. Todo da igual, no hay remedio, siempre estoy en Nantes. O tal vez, yo sea Nantes.