En
1800, llevaron a París a un niño absolutamente salvaje que había
sido capturado en la región de Aveyron, convirtiéndole en asunto
público. Por aquel entonces Jean Itard, estaba a punto de doctorarse
en medicina, y no quiso desperdiciar la oportunidad de experimentar
con aquel ser socialmente no contaminado y probar de esta manera las
teorías antropológicas y teorías educativas que se daban por la
época. Tras cinco años de intenso trabajo y esfuerzo dedicado
exclusivamente a potenciar las capacidades de aprendizaje del chico
(cuando llegó rondaría ya los diez o doce años) , el gobierno dio
por concluido el proyecto sin más resultado que un gran fracaso.
El
caso del llamado salvaje de Aveyron no
fue el único clasificado de esta índole, pero sí fue la primera
piedra para el desarrollo de lo que hoy conocemos como “educación
inclusiva”; ésta no es más que un modelo educativo que pretende
satisfacer las necesidades de aprendizaje de todos los individuos a
través de programas compensatorios de manera que todos seamos
receptores de una educación de calidad y diversificada según las
necesidades individuales, paliando así los efectos de las posibles
deficiencias (ya fuesen genéticas o ambientales) que se pudieran
sufrir para que no supongan la causa incorregible de un futuro
marginal.
Hace
un tiempo, cuando trabajaba de profesora de idiomas, tuve la
oportunidad de vivir la experiencia, que más que una experiencia,
fue un golpe de suerte. A punto de terminar el curso académico,
empecé a trabajar con una niña de apenas once años, dulce y
tímida, con una deficiencia visual bastante severa y evidentes
problemas de aprendizaje. Cuando me propuse empezar a preparar las
clases, todo se me hacía cuesta arriba, y es que no sabía cómo iba
a conseguir enseñarle de manera casi totalmente acústica. En el
primer contacto ya pude ver que el problema no era de la alumna, sino
de sus profesores; si bien tenían o no los instrumentos necesarios
para cubrir las necesidades educativas específicas que ella requería
-lo desconozco-, supuraban un interés de niveles bajo cero en
conseguirlos o utilizarlos. Cuando vi las notas finales, lloré.
Había intercambiado un suspenso tras otro por un sobresaliente anual
en apenas un mes.
La
razón por la que hablo de todo esto no es otra que el hecho de que,
muchos podríamos haber sido otros “salvajes de Aveyron” , una
cifra más negra del sector de “fracasados” del sistema, si no
fuera por los compromisos que se tomaron al respecto con la
totalmente infravalorada LOGSE (que, para quien no lo sepa, no tiene
diferencias sustanciales con la actual LOE) y asociados a las
consecuencias directas de la Conferencia de Jomtein y los llamados
“Objetivos del Milenio”. El sistema tiene muchas grietas, pero
¿qué hubiese sido de toda una generación sin los programas de
refuerzo de la lengua vehicular para inmigrantes -más aún después
del boom de finales de los noventa-? ¿sin becas para alumnos
de clase socio-económica media-baja? ¿sin diversificación para
alumnos de alto rendimiento académico? ¿sin cursos de técnicas de
equidad en la enseñanza para el profesorado? ¿sin la adaptación
curricular para discapacitados sensoriales?
Si
todo esto fue posible, es gracias a que este compromiso se tornó
realidad a golpe de talonario por parte de las arcas gubernamentales
-sin desmerecer la inconmensurable labor de las instituciones y
familias- a través de becas, subvenciones y programas como los ya
mencionados. Ahora, con tanta tijera y tan poco miramiento, tengo
miedo; miedo de que haya sido una “edición limitada” de ayudas
para la igualdad de oportunidades porque un Efecto Pigmalión
negativo como el heredado de las técnicas educativas del franquismo
nos conduciría directamente a unos resultados tercermundistas; y
estos, a su vez, a un incierto futuro rebosante de iletrados sumisos
y maleables. Llámenme malpensada si lo creen justo, e incluso
fatalista, pero primero abran un poco las guías de asno: una masa
analfabeta cuasi-oligofrénica
es, con seguridad, la zombificación perfecta.
Como
bien una vez leí en una columna de Ángela Becerra (y discúlpenme
si yerro en las palabras exactas) “el pastor que no entiende a sus
ovejas, se queda sin rebaño”, y usted, mi querido Wert, no está
entendiendo nada ni a nadie.