martes, 21 de junio de 2011

Roma.

Ánforas en el patio, llenas de noche y de tiempo. Sedas en su cuerpo, y mirarla a través del ojo de la cerradura.
El tirante se le desliza por el hombro, dejando ver parte de la guinda del pecho por el costado del vestido. Tiemblan las pestañas, la respiración se acelera. Los cabellos recogidos entre hilos; entre vinos y pasión imaginar arrancarle cada trozo de timidez, soltar las hordas pelirrojas que maléficamente me hipnotizan.
Pasan las primaveras, los veranos, los otoños, y los años; y no han tenido piedad con ella.
Los cabellos blancos se entrelazan con hilos y arrugas, que ya han invadido su cara escondiendo la belleza que una vez hizo que temblaran los cimientos de la cordura. Sonríe con cansancio mientras permite, voluntariamente, que el sol acaricie su rostro.
Solitaria -como siempre- piensa que nadie la observa, sin darse cuenta de que cada día que veo su vida apagarse solemnemente, un trozo de mí se enquista en la historia, llenándome de grietas, sin poder gritarle que llevo 200 años cometiendo el error de asumir la esclavitud de ser estatua.

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