miércoles, 26 de agosto de 2015

El señor del sueño.



Tres días. Los últimos tres días tuve una aparición onírica, un perfecto desconocido. El hombre alto, moreno, de tez blanca que aparece en mis sueños tras unas gafas negras, nunca ha pasado por mi vida. Jamás he podido mirarle a los ojos en un accidente de casualidades, en el suburbano, en un pasillo del supermercado, en la mesa 45 de la biblioteca. No le avisté en fotografía alguna, nunca nuestros ojos se cruzaron, ni una palabra referida en la vigilia. No sabré cómo huele porque, mi querido desconocido, no existes.

Eso es, eres un producto de mi mente, reflejo de miedos y deseos, apareces en mis momentos de paz para distraerme. ¿Me perturbas o me concentras? Eso es. No existes, pero ahí estás. Siempre que giro la mirada en fase REM, te encuentro. A veces, lees el periódico y me miras como desconocida. Otras, discutimos sin voz y me rechazas. Eres el mudo e inexistente extraño que todos querríamos tener. Porque no existes ¿verdad?

Por un momento, regreso a la infancia, el tiempo donde lo insensato tiene sentido. Imagino que, en algún lugar del mundo, eres, despreocupado, un ser gris de oficina y apartamento. Tu miserable vida transcurre cada día como un calco del anterior, pero, desde hace tres días, una extraña se cuela en tus sueños. A veces te discute en idiomas desconocidos; otras, permanece de pie, bajo la cúpula de cristal que ilumina la sala blanca donde lees el periódico. Pero siempre es ella, que soy yo, y te miro sin pudor.

Entonces, la confusión nace, como en una partitura de Rachmaninoff, me aturde y me devuelve a la sencilla y tediosa existencia, donde los sueños sólo son un automatismo más de nuestra rutina marsupial. Me levanto, me cepillo los dientes, unos ojos hinchados me recuerdan que esta noche debo acostarme antes, el desayuno es pobre y rápido, todo transcurre en una escala horizontal de realidad brutal. De repente, al apearme del ascensor, el recuerdo de tus negros cabellos alborotados me invitan, impacientes, a sumergirme en ti, a soñarte de nuevo como el señor del sueño.


jueves, 20 de agosto de 2015

Stendhal.





El frío mármol se colaba a través de las zapatillas de una tarde de otoño. Su cabello tojo enredado en una trenza caía entre los dos omóplatos que adornaban su espalda en dirección a la pesada puerta de madera de haya. Imponente, al menos alcanzaba los cinco metros de altura y los tres de ancho. El corazón bombeaba a un ritmo inusualmente rápido, se aceleraba con el eco de sus propios pasos, pero no podía frenar. Ya no, no había vuelta atrás.

Acarició la superficie acaramelada del pórtico, lentamente, como si no quisiera despertar a la bestia antaño dormida, notaba la respiración del árbol muerto en sus nudos naturales. De repente, un súbito bofetón hacia su superficie le obligó a abrirse. Entonces, luz. Un destello blanco como la sonrisa de la historia más amada la dejó totalmente ciega. Dirigió el vector de su mirada hacia todos los rincones de la habitación sin alcanzar a vislumbrar más que siluetas formando un perfecto rectángulo. Como pájaro enjaulado se agitaba, confusa, aterrorizada y mareada. Ningún SOS musitado por su congelada garganta recibiría respuesta.

El silencio absoluto de la mañana más fría le fue devolviendo gradualmente la videncia. Aunque los colores se presentaban frente a sus ojos en forma de bruma, diferenciaba a la perfección las motas de polvo iluminadas por la claridad cenital de aquella bóveda de cristal soplado. ¿Caían o flotaban? A lo mejor, bailaban, en perfecta armonía con la nada habitada. Pero no, había algo más allá del polvo y de la luz. Se había presentado ante ella el gesto disruptivo de una mujer joven, de tez pálida y con el cráneo envuelto en azul. El azul era su color favorito.

Tomó asiento, aún sabiéndose fuera de lugar, necesitaba respirar. La mujer de óleo le devolvía la mirada con los labios entreabiertos. Sentía cómo era inspeccionada desde un rostro atrapado en fibras de algodón, unos ojos que gritaban de intranquilidad exclamados, anteriormente, por un flamenco de buena posición. Él la había encarcelado allí, para siempre, y con la boca entreabierta, ella parecía susurrar palabras de auxilio. Inmóvil.

Pasaron horas, allí quedó. Sentada en el frío mármol que ya no sentía bajo las piernas, vigilando cómo cambiaba el gesto de la muchacha por milímetros. Ahora era sereno, casi juguetón y parecía una adolescente coqueta jugando a ser mujer. Le hablaba, sin palabras, sólo con el brillo de una pupila muerta que parecía persuadirla para que la llevara con ella. Imaginó que, llegado el punto, la joven de la perla se habría transformado en un ser capaz y fuerte, ¡tenía todo el tiempo del mundo para desarrollar la autonomía que le había sido negada! Podría escapar cuando la noche arribara, lejos, tan lejos como sus extremidades entumecidas por los siglos le dejaran, ¡quizás un barco le permitiera subir a bordo hasta las antípodas! Podría beber, reír, ¡quizás enamorarse! Súbitamente, la realidad: un mundo convertido en un cajón de ruidos infernales, muy alejado de la plaza de aquella Delft que había conocido, le haría derrumbarse del impacto. Tanto esfuerzo, anhelos, expectativas, tanta ansiedad, degollarían el futuro de la pequeña muchacha que pretendía una vida que no le correspondía: la de los vivos.

La mujer de azul nunca escapó. Ella jamás pudo dejarla ir.


martes, 18 de agosto de 2015

Recomendación #4



(...) He sentido mi frustración sin pensar que formaba parte de la caída del mundo, más bien he vivido con el convencimiento de que cuanto me concierne caducará con mi desaparición, porque es sólo manifestación del pequeño cogollo de lo mío. Un ser sustituible entre miles de seres sustituibles. Ahí, nuestro desencuentro. Tú has tenido la capacidad o el don de leer tu biografía como pieza del retablo del mundo, convencido de que guardas en los avatares de tu vida parte de la tragedia de la historia, la actual, la de las habladurías y miserias de Olba, y la vieja historia de las infidelidades y traiciones de la guerra, y también la que representa a miles de kilómetros de aquí, y a varios siglos de distancia: te conmueven las guerras que se desarrollan en las montañas de Afganistán, en Bagdad, en algún poblachón de Colombia: tu sufrimiento es un sufrimiento que está en todas partes, en el núcleo de cada desgracia como, para los cristianos, el cuerpo de Cristo está en cada una de las hostias y en todas ellas: el cuerpo entero, terso y vigoroso, en los frágiles pedazos de pan que se dispensan uno y otro día a los fieles en cualquiera de las iglesias del mundo, el mismo cuerpo entero e idéntico en las hostias que se han dispensado un siglo tras otro. Como en el caso de los que acuden a la iglesia, tu actitud me confirma que lo que mejor soporta el paso del tiempo es la mentira. Te acoges a ella y la sostienes sin que se deteriore. En cambio, la verdad es inestable, se corrompe, se diluye, resbala, huye. La mentira es como el agua, incolora, inodora e insípida, el paladar no la percibe, pero nos refresca. (...)



En la orilla, por Rafael Chirbes.


martes, 11 de agosto de 2015

Sans crainte.



El tren avanzaba con su habitual traqueteo. Era viejo, que no antiguo, chirriaba a la altura de cada poste y hacía tambalear los cables que sostenía, débil, el tiempo. Un reloj de arena atascado por la humedad me hacía recordar la noche de febrero que dejó caer la copa de vino.

Pasamos cerca de un pueblo. A través de la ventana se percibía el gesto incómodo de sus habitantes, que reciben el paso del tren como una visita incómoda que rompe la dulce y cómoda rutina. Trajes marrones como las tierras que les rodean, el sol parecía haber sembrado en sus rostros la cosecha de los años perdidos. Las faldas, agitadas por la brisa juguetona del verano, dejaron entrever las cicatrices de los cardos del camino sobre las piernas de las señoras, antaño firmes y plenas de juventud. El tren no me permitió apearme en la mitad de esa nada, continuó sin descanso el plan elaborado. Las 20:20, pedí un deseo.

Se pliegan los ojos y me sumerjo en un mar de reflejos de luz y memoria. La memoria, esa puta traicionera que castiga como el mejor de los amantes, el peor de los amados. Aparecen diapositivas que registran movimientos congelados, o sensaciones, que me atormentan. El dolor, la culpa, el vértigo de la eterna decepción, el estómago revolcándose en el arco de un violín desafinado, el vacío. Respiro, las manos frías de febrero, invisibles, vuelven a tomar las mías con cuerdas compasivas. Puedo recordar cada una de las arrugas de las manos de la pureza entregada. Era él, una y otra vez, en cada átomo desnutrido por las palabras del dios que nunca existió, su personaje de ficción favorito, me dijo.

Frenó el vagón, ligero y suave, como si no quisiera despertarme completamente de mi regreso al hogar. Pude ver el mundo en su totalidad y cómo el caos cobraba sentido en unos calcetines atrapados por una maleta rota. Un gesto sonrojado y valiente intentaba dominar el carácter de la cremallera deshecha por el uso, en un farfullar de quejas y maldiciones abandonó la moqueta gris. Se vació la cámara, se llenó de oxígeno, nació el otro silencio. El trayecto acabose en un bálsamo de libros y ojos, cedió el paso a la sana incertidumbre, al aleteo dicharachero de la mosca sobre la sandía de verano, a la pasión de la noche adormecida, al susurro de la miel atraída por la gravedad terrestre.

Ahora marca el reloj las 20:20, pide un deseo tú. A mí ya nada me hace temer.


miércoles, 5 de agosto de 2015

El extraño.





Extraño reírme hasta que la boca del estómago duela, que al día siguiente la voz haya desaparecido gracias a las palabras pronunciadas la noche anterior, que el doctor arrepentimiento se haya ido por falta de pacientes.

Extraño sentir unas manos que rodeen las mías con fuerza emotiva, que las mías se abran llenas de compasión, que la ciudad de la redención nos acoja cálida, cándida, templada, y nos deje habitar con calma.

Extraño las fotografías en las que las sonrisas son honestas y están llenas de vida, que vayan acompañadas de pieles salvajes, de noches que invocan a los antiguos dioses y nos transportan a los tiempos en los que aún venerábamos la verdad.

Extraño la brisa del otoño acariciando los cuellos de los amantes que se respiran en el templo del respeto, que el desnudo sea parada de la vida natural del hombre, que se gesten las palabras como lo hacen las existencias que están por venir.

Extraño despertar entre los brazos de la comprensión, que la locura sea perseguida como el desequilibrio y la mentira, que las casas se quemen hasta los cimientos como lo hacen los malos recuerdos.

Extraño que los fantasmas del pasado sean despedidos para siempre como efecto de la mariposa que batía las alas en mitad de un desencuentro, que las copas de vino no se rompan cuando lo hagan las almas.

Extraño el curso del río, que nos baña librándonos de la imposición de pecados, que nos empapan el alma con castigos ininteligibles y arrancan voces como cuerdas de guitarra, que nos envía el infierno en una caja de Pandora.

Extraño los pies fríos frotándose en la noche en busca del consuelo perdido, que los bisontes paren a pastar bajo la lluvia sin inquietud y en silencio, que la ruptura sea soluble al licor de unos ojos sin perdón.

Extraño que el espacio-tiempo implosione en el abismo entre mi frente y la suya, que las miradas arrasen astros y arrastren vientos del siroco, que nos reconcilie el oxígeno y la luz eufórica de la muerte evolucione.




domingo, 2 de agosto de 2015

Lejos.




Debes dejarlo hoy.
Debes dejarlo ir.
Debes dejarlo vivir - o morir- .
Debes dejarlo, pero lejos de ti - lejos de aquí -.


viernes, 31 de julio de 2015

El aviador.




Comienza con una ligera punzada en el entrecejo. Posteriormente, se ramifica la corriente desde la hacia la base del cráneo. Ahí, frena de repente y se diluye sin fuerza a través de los vasos sanguíneos hasta llegar a los talones. Un globo aerostático se hincha entre el esternón y la lengua.

Es el vértigo de asomar la cabeza por una ventana en el piso sesenta y siete, la cabeza totalmente transversal a la imaginaria línea perfecta que crea, en contrapunto, el suelo, y abrir los ojos de repente. Las 23:59 en el reloj de la cocina, el borde de la ropa interior, el beso en la nuca de esa foto, la primera caída de la montaña rusa, el suspiro antes del examen final. Cuando creo que debo abandonarme por la inercia de la tensión, dejarme caer por el inicio y el final, aparecen sus manos aviadoras y elevan el vuelo de la tráquea.

En círculos, las notas aparecen a la par que las cuerdas son violadas por unas yemas francesas. Me devuelve a las siestas de verano, a los campos de lavanda, la primera bocanada de aire al llegar a la superficie, el sol de otoño resurgiendo en las nieblas bretonas, el calor de las manos de mamá, un aliento dulce que susurra mi nombre consciente de a quién nombra. El susurro, pasa a ser un silbido al final, confunde los vocablos de mi título con el tintineo feliz de su voz distraída.

Está cuerdo, se expresa bien, no mira de reojo ¿Es una supernova lo que oigo al retumbar su risa en mi tímpano? ¿Acaso confundo estas tierras con la certidumbre del polvo? ¿Es luz lo que veo a través de su garganta, que me eleva y me sacude indefensa? ¿Es cierto lo que me cuenta el silencio entre las patas de la cama antaño ensombrecidas?

Cuidado, muchacha, sé prudente, que aquel que todo te da, todo te puede quitar. No vueles cerca del sol.

lunes, 27 de julio de 2015

Happy to be back.




Su mirada dio dos vueltas de campana. Inspeccionó su cráneo por dentro y la red nerviosa estableció su residencia fija. Un nudo de soga se había instalado en la boca del estómago apenas unas horas antes.

Tres meses. Tres meses, dos días y diez minutos habían pasado desde la última vez. Recordaría los segundos con exactitud inequívoca si hubiera mirado el reloj en el preciso instante en el que se despidió, pero la intuición traicionera no le puso en sobreaviso de la brecha que estaba por abrirse entre sus pies. El tiempo es profundamente caprichoso.

Había memorizado los momentos, congelados, que decoraron la historia. Su olor, la distribución del vello facial en su mentón, cómo iluminaba su rostro el fulgor de las velas de la tarta. El veinticinco de abril nació una bocanada de humo negro que se tragó todo lo conocido. El demonio del pasado reciente regresó para secuestrarla de nuevo y casi creyó oír como el corazón del emperador se descomponía como un cadáver mediocre.

Pero ahí estaba. El verano había aterrizado y, con él, ella misma frente a la puerta de la tregua con el rostro desdibujado por la disculpa. Recuperó el aliento mientras los tambores de la jungla bombeaban bajo el vestido de algodón rojo. Ya no importaba el calendario ni el reloj, el sol ajusticiaba sus pupilas. El paso se adelantó.


- Me alegro de que hayas vuelto.
- Me alegro de estar en casa.




domingo, 19 de abril de 2015

Un barco con mi nombre.




El agua, en su plenitud y serenidad, nos alberga. Cohabitamos en una marea de ritmo seducido. Templadas las aguas, pronuncias mi nombre y abarloas tu estribor a mi babor, suavemente.

Este barco, que es hogar y transporte, fue construido por las manos que no dejan de tocarse. Los dedos que martillean mi espalda sin dar tregua a los silencios, son la maldición que me ha devuelto a la vida. Y yo pido, y suplico, y rezo para que no me regresen a la ataraxia, indolente y muerta.

Avanzamos, flotando sobre una corriente lubricada. En el pecho crece un nido de pájaros carpinteros que se desplazan, venas y arterias tamborileando al son de tus pestañas. Descubro nuevas tierras al sudeste de tu anatomía mientras, tú, te desvives por colonizar los lunares y las cicatrices que dejaron las travesías de la inexperiencia. Hay mañanas y noches, timón y proa, izan mis pechos como vela mayor en cada nueva estación que reinventas.

En tu país no hay idiomas, ni pasaportes, la nacionalidad es posesión; si aborrasca, abozamos en tierra de nadie, que es el oleaje que se enfurece en tu dermis. Y si el cauce es violento, el fondo abrupto y en el casco una vía de agua se abre paso, me dejaré ahogar en tu saliva, me abandonaré desgobernada a tu voluntad.

Suave y ardiente como el verano, dijiste mi nombre. Zarpamos.


lunes, 13 de abril de 2015

(In) hábitat.




Hoy le hablé de ti por primera vez.

Le conté cómo me tirabas de los dedos de los pies hasta hacerme desesperar de risa; las ensaladas de aguacate bajo la viña, que nos amenizaba siempre la comida dejando caer alguno de sus frutos maduros sobre la mesa; los inviernos de chimenea, barro y leña. En tus historias de superhéroes, de amor y gloria, la niña siempre ganaba y se salvaba sola. Tú me hiciste feminista. Te gustaba recordar el galope a caballo en Italia, la lluvia de Costa Rica, las frías mañanas paseando en bicicleta junto a los canales, tumbarnos sobre una alfombra roja y cuando vivas en Sudáfrica que no se te olvide escribir. Yo no olvido el columpio que me construiste en la azotea, el primer día que me leíste, nuestro reencuentro en la montaña y cómo me gustaba que me peinaras.

También le conté que te encantaba enfadarme hasta hacerme llorar sólo por diversión [Lo que sea, pero que te sientas viva] y otras cosas que no quiero explicar: los discursos sobre mi falta de competitividad, caminar descalzos en la nieve, tus ausencias prolongadas, los gritos de incomprensión, el acelerador hasta el fondo, los silencios que abrían en canal, la piel roja, tus últimos momentos de miedo, las 7:00 del 29 de mayo, todo lo que nunca llegarás a decirme.

Se abrieron dos goteras en mis ojos al pronunciar tu nombre, se extinguió mi hilo de voz.
Exactamente como dijiste, ocurrió. Fueron campos prósperos.
Tal y como tenía que ser, no se me olvida nada.

Me abraza lo inhabitado.

domingo, 12 de abril de 2015



Las cartas sobre la mesa. Señalar, "esto nos separa, esto nos separa".
Prenderle fuego a la mesa. Gritar, "esto no se para, esto no se para".




sábado, 11 de abril de 2015

Esto no se para.



Le miro, sus ojos reverdecen.
Ya es primavera en sus manos.
Pasarán los años, pasará la gente,
crecerán las sombras, crecerá la tarde,
vendrán los perros a aullarme,
retornará el mar su piel salada,
hablaremos de pecados los lunes.

Respiro, las olas se acompasan.
Ya es vacaciones en su pelo.
Pasarán las horas, pasarán de largo las cigüeñas,
menguará el tedio, menguarán las noches,
bailarán de la mano las briznas de trigo,
acompañará el ventilador mi sueño,
florecerá el jazmín de su puerta azul.

Me acaricia, la electricidad tiembla.
Ya se enciende el esternón.
Pasarán aviones, pasarán dos palabras,
caerán las hojas, caerán los finales,
reescribirá los cuentos,
volarán cometas,
dormirá a tórax abierto.

Le pronuncio, su nombre es casa.
Ya se fracturó el silencio.
Pasarán los vientos, pasará la calma,
abrirá los ojos, abrirán la manta,
encontrarán los cuerpos acurrucados,
saldrán de puntillas de casa,
comenzará la sonrisa de la hibernación.




jueves, 2 de abril de 2015

miércoles, 1 de abril de 2015

Ítaca.





Abro las ventanas, te hablo, viento, a menudo. Viento barres, viento oxigenas, viento arrancas y viento,  viajas. Tráeme los recuerdos de la ciudad en la que nos (re)conocimos entrelazados en las espigas negras que adornan el iris doble que me mira.

Viento, paseas entre la brillante palidez de sus nuevos cabellos, resabiándote en cada visita. Arrasas con los restos de la antigüedad maldita, de los dioses sangrientos, de los relojes muertos. Ahora, acariciando su silueta contra la ventana, a piel descubierta, dejas al hombre bautizado en calma.

Viento, llegas en forma de brisa, te cuelas en mis pulmones y, disfrazado de huracán, me agitas las entrañas. Quiero desollarme las cuerdas vocales, viento, para descubrirle lo que hiciste en mí; que creas pasillos en la Tierra sólo para dejarte ver y traerme milagros de carne, hueso y vísceras.

Viento, que por diversión, haces sufrir a los mortales, frágiles juguetes en tus manos absolutas. Para siempre y jamás, también adverbios que te pertenecen. Nunca acabarás, siempre origen y solución, controlas la vejez con invisibles voluntades.

Viento, que consigues que el sonido se meza en el espacio hasta mí, que permites que los violines de su voz retumben en mi tímpano. Admite que no es casualidad, asume tu responsabilidad en esta interminable travesía que hace temblar mis crines.

Viento, gracias por regresarme a la orilla de esta Ítaca que lleva por nombre un emperador romano.

lunes, 16 de marzo de 2015

Mírame.



Es la primera vez que me miras.

[Las sábanas planchadas. El zumo de la mañana. Una pintura recién destapada. La ropa limpia. La yema de un índice sobre el pastel. El perdón. Las primeras flores del año. Una libreta nueva. La aurora de una noche interminable. Un aroma a nada. El cuello es casa. 100% de batería. La risa imparable. Suavidad. La hierba fresca. Una brisa de verano en pleno invierno.]

No lo sabes, me has visto, pero ojalá nunca dejes de mirarme. Mírame.


sábado, 14 de marzo de 2015

El pez azul.




La caja está cerrada. Huele a nada. La caja es mirada. La caja me mira. Dentro, se puede escuchar el susurro, el suspiro, los poros tiemblan. La caja desea. La caja anhela ser abierta. Se oye un tamborileo, el siseante movimiento de sus cadáveres.

Cierra los ojos, posa tus manos, notarás la marea en la tormenta. Líquido pesado y rabioso, lleno absoluto de estrépito mudo. Los monstruos que la habitan golpean las paredes que les contienen, paralizados. Aquí me quedo, quieta, muerta, en beligerante silencio.

Una puerta se abre, un haz de claridad incandescente oscila sobre la mitad del ego. Dos pupilas repasan los filamentos del párpado inferior, dos labios se separan. Nadie vive, dos manos pasean sobre las solapas de la caja, los latidos se frenan en seco. Luego, respiramos. De nuevo dos.

La caja, el pecho, circuncidados por la oscuridad. Bailan tus dedos sobre la piel escamada, humedecida por el verbo, desordenan por metódicos pasos un nido de serpientes. Me dejo arrastrar, submarina, por la calma de la cumbre venosa.

Entro en la caja, que es pecera, que es garganta. Existe la luz en tu boca sin ancla. La soledad equilibrada se remueve en las ondas de las aletas del pez azul.

Soy el pez azul. Bienvenido, querido.


viernes, 16 de enero de 2015

La lluvia.



Que venga la lluvia.
De día o de noche
Que truene y centellee la ira
Que caigan frazadas de agua
Que arrastren, que arrasen con todo

Como el primer buche de agua
Que caiga con peso y dolor al estómago
Que retuerza las entrañas
Pero que limpie esta polución

Que venga la lluvia
Que me libere de esto
De día o de noche
Quiero respirar.

viernes, 2 de enero de 2015

Eternidad y memoria.




La crisis existencial número 9 acabó una mañana de febrero. Despertó en una sola bocanada de aire, se incorporó como una tabla, miró a su alrededor jadeante y arqueó las cejas. Era el lugar, lo reconocía sólo por el perfume que exudaba cada rincón de yeso y pintura; podrían torturarle y arrancarle los ojos que seguiría siendo capaz de dibujar cada elemento que allí se encontraba desde el año 1990. Aun así, la confusión había nublado su lucidez. Era pero no era. Extendió el brazo, temeroso, la bombilla comenzó a parpadear tintineante y, de alguna manera, su respiración se acompasó con el delirio lumínico.

Extendió las manos frente a los ojos que aún conservaba, por el dorso y la palma las examinó concienzudamente: el vello masculino que apenas hacía unos años había hecho aparición, las cicatrices de la infancia y la piel de los nudillos algo deteriorada por el frío. Sabía que eran sus manos pero las desconocía. Eran suyas, pues estaban pegadas a su cuerpo, pero sólo a medias formaban parte de él. Se dejó caer entre las sábanas arrugadas y desastradas, sin entender nada.

"Tengo que pensar", cerró los ojos y meditó. Recordó la primera vez que vio sus manos, pequeñas y rechonchas acariciando el rostro desdibujado de su madre, sonriente. Nunca volvería a sonreír así. Memorizó los primeros trazos que fue capaz de crear: con un lápiz de madera de color verde dibujó el número tres. Después de eso, todos los cuadernos estuvieron repletos de treses de colores, pues aún no conocía los símbolos de su nombre. La bicicleta de los flecos blancos, el pelo de su perro, atrapar pompas de jabón, la piel del melocotón, los puntos de sutura en la barbilla, el primer cigarrillo y los pechos de aquella mujer.

De repente, un temblor. La imagen de aquella mujer se hizo más fuerte y, con ella, las patas de la cama comenzaron a tropezarse consigo mismas; entonces, el terremoto. Se asió fuertemente a los bordes del colchón y recorrió mentalmente cada centímetro de su cuello tal y como lo había hecho la noche anterior. En cada pulso, su cuerpo se izaba y empezó a despegarse de las leyes de la gravedad. Con los ojos bien abiertos comprobó cómo el mundo conocido se desmoronaba cual castillo de naipes, y él, flotaba aparentemente ileso. Los redobles de la respiración femenina menguaron sus medidas hasta reducirlo al tamaño del ojo de una aguja. El tejado desapareció, su torso fue elevado a gran velocidad entre las distintas atmósferas del globo, se abrió una costura en el cielo estrellado y, a través del roto estelar, gracias a su diminuta dimensión, se coló en un encarnado arroyo de denso y cálido fluido.

Se dejó arrastrar por sus corrientes envuelto por aromas desconocidos en una energía indómita. En un curso veleidoso, se enjuagó de voluntades, permaneció en blanco y fue inexplicablemente feliz. Rió a carcajadas, nacieron luciérnagas en su estómago, de sus ojos brotaron fuegos artificiales y, finalmente, reconocióse niño. Las manos ya no eran armas, ni frenos, ni herramientas, ni extensiones útiles, sólo servían de reposo y ancla. Entonces, durmió.

Allí, lo entendió: había sido absorbido por un hilo de hálito de inmortalidad, era un eterno viajero en los caprichosos conductos de su sistema circulatorio, su descanso sería el parpadeo que le dedicara. Volvería a ser él únicamente para reconocerse y morir cuando todo aquello que conocía de ella feneciera. Eternidad y memoria, sinónimos puros.