sábado, 14 de marzo de 2015

El pez azul.




La caja está cerrada. Huele a nada. La caja es mirada. La caja me mira. Dentro, se puede escuchar el susurro, el suspiro, los poros tiemblan. La caja desea. La caja anhela ser abierta. Se oye un tamborileo, el siseante movimiento de sus cadáveres.

Cierra los ojos, posa tus manos, notarás la marea en la tormenta. Líquido pesado y rabioso, lleno absoluto de estrépito mudo. Los monstruos que la habitan golpean las paredes que les contienen, paralizados. Aquí me quedo, quieta, muerta, en beligerante silencio.

Una puerta se abre, un haz de claridad incandescente oscila sobre la mitad del ego. Dos pupilas repasan los filamentos del párpado inferior, dos labios se separan. Nadie vive, dos manos pasean sobre las solapas de la caja, los latidos se frenan en seco. Luego, respiramos. De nuevo dos.

La caja, el pecho, circuncidados por la oscuridad. Bailan tus dedos sobre la piel escamada, humedecida por el verbo, desordenan por metódicos pasos un nido de serpientes. Me dejo arrastrar, submarina, por la calma de la cumbre venosa.

Entro en la caja, que es pecera, que es garganta. Existe la luz en tu boca sin ancla. La soledad equilibrada se remueve en las ondas de las aletas del pez azul.

Soy el pez azul. Bienvenido, querido.


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