domingo, 5 de agosto de 2012

El polipropileno y yo.


Si se pasea por la zona de “los más vendidos” de la sección de literatura de cualquier gran superficie, verá cómo se amontonan cientos de libros, unos tendrán más páginas que otros, o un formato diferente, pero es cuanto menos curioso que todos se caractericen por lo mismo: incitan a adelgazar, dan las claves para ser feliz o dejar atrás una relación dañina, enseñan el aprendizaje de vivir... Y es que, desde que estamos en crisis y parece que el mundo se desmorona, a todos nos da por intentar estar menos desequilibrados ¡Hasta los libros de entretenimiento se quedan asombrados ante la vulgar magnitud de espacio que ocupan los libros de autoayuda!

Pero eso no es todo. Cuando conseguí librarme de la vorágine de dietas y psicología barata, seguí avanzando y me tropecé con los títulos de los que todo el mundo habla. Las sinopsis no eran llamativas, ni siquiera tenían un argumento fuera de lo común; es más, ruego que sus autores me perdonen, pero todo parecía que un remake de las historias que ya conocemos: novela policíaca al estilo de “Se ha escrito un crimen”, romántica de película de sobremesa, de aventuras en las que fusionan “Los cinco” con varitas...
Siendo esto un fenómeno que infecta a todos los ámbitos del arte, me inquieta sobremanera la vertiginosa carrera que está tomando lo conocido como “pseudo-cultura”, pero, no obstante, si existe y desplaza a toda creación con rasgos intrínsecamente artísticos y de calidad, es porque el público así lo demanda.



Lo que se cataloga como pseudo (definido como falso) aplicado al campo que habitualmente se trata – la cultura – es un tema tan denso que sin una buena brújula puede marear. ¿Es el arte de usar y tirar realmente arte o sólo es una mera máquina de hacer billetes? ¿De dónde viene este gusto por lo prefabricado? Fue entonces cuando automaticé una relación causa-bomba a modo de rayo de lucidez; y es que, este efecto de consumo desaforado de cultura de relativa calidad no es otra cosa que una consecuencia de las encarnizadas modas de la sociedad estadounidense.

Si nos remontamos al pasado histórico, queda claro que la hegemonía que hoy reina en ámbitos tan dispares como la política, las relaciones sociales, el arte y la cultura en general, son la consecuencia directa de una industria podrida por las apariencias, industria que, a su vez, fue alimentada por una sociedad sedienta de banalidad que tomó el poder de modo aparentemente irrevocable tras la Guerra Fría ¡Y de qué manera nos han seducido sus luces de neón!

En el pasado, el Viejo Continente conquistaba con buenos modales, una fina perspicacia y el ingenio-ingénuo absoluto a todas las almas despiertas, confraternizaba con los marginados y los terminales (quizás demasiado), con los enredados clásicos, y los juegos de imposibles e improbables. Tal vez, esas grandes dosis de agria honestidad ya tenían saturada a una sociedad que, harta de regocijarse en su desdicha con baguettes, espectáculos de varietés y candiles, lo único que necesitaba era opiáceos. Pero ¿era realmente necesario el disfraz, la ocultación y la violencia por adelantado? ¿Cuándo sustituimos por completo el arcaico y opresor sistema de criba artística por la cultura iconoclasta y elevada de lo superficial? Y lo que es peor, ¿hemos sido tácita y voluntariamente intoxicados?

La revolución en el arte del siglo XX que consolidó a los EEUU de América como líderes de la manada comenzó, con bastante probabilidad, con la dichosa lata de tomate y las fotocopias warholianas. Fue el mejor caballo de Troya que se haya visto jamás: aparentemente sencillo y con un toque informal, a todos nos entró por el ojo con ese aire juvenil y rompió los esquemas de lo que siempre se había visto con la mirada de los mecenas del arte. Estas líneas habían sido resquebrajas con anterioridad por el cubismo y el surrealismo pictórico en Europa, pero ¡qué sorpresa! ¡no se popularizó tener una copia barata de Miró en el cuarto de baño! -o, al menos, no a gran escala, para suerte del buen gusto-.
A goteo, los pequeños engendros de la cultura popular americana fueron invadiendo cada esquina del mundo: el cine y las brillantes estrellas hollywoodienses afirmaron categóricamente el concepto de belleza y perfección, las discográficas decidieron qué era moderno y qué debía caer dentro de la cuba de la obsolescencia en ciclos intermitentes, la televisión y sus seriales nos dieron una vuelta de tuerca a lo que es y lo que se supone que debía ser -hasta ese momento- parte de unos principios éticos, la literatura se adaptó a los nuevos intereses y gustos populares que tan bien nos ha venido a los mediocres, y -como todo no podía ser negativo- ¡hasta la moda norteamericana influyó en la rebelión femenina!

Es triste que la tierra que vió nacer a las obras maestras de Whitman, Hitchcock o Nina Simone, a día de hoy los haya reemplazado en la memoria colectiva por la gastronomía de plástico, los pechos de silicona y lo superficial como bandera. Sin embargo, el problema fundamental de la cultura a secas - entendido como el conjunto de acontecimientos creativos - es que no sólo cultiva el espíritu y entretiene a las mentes más activas, sino que también sienta precedentes y recrea modelos a seguir (sean o no insalubres) que por puro gregarismo terminamos imitando inconscientemente.

La idea de la infección bacteriana en el uso y abuso humanos requeriría probablemente un estudio mucho más profundo de lo que realmente se puede exponer aquí, y que dudo que nadie haya usado ya en más de una tesis doctoral, pero si rascamos la superficie podemos ver de manera muy resumida y llena de imperfecciones en verdadero quid de la cuestión: insaciables de cultura basura buscamos cualquier tetrapack de risas enlatadas y cánones estéticos; como adictos del estrellato rápido que somos, las relaciones personales no iban a ser la excepción.

En el ámbito de la psicología resulta fácil detectar que, lo que siempre se había visto como un síntoma inequívoco de enfermedad en una relación social, a día de hoy se ha normalizado hasta convertirlo en parte imprescindible ¿La raíz? El contínuo lavado de cerebro al que hemos sido sometidos mucho antes de que pudiéramos hacer de nosotros un ente crítico de y para los medios audiovisuales, donde el lema “Todo lo que merece la pena te hará sufrir” es la máxima a absorber, asumir y repetir como perfil comportamental. Se establece así, una masa de desequilibrados emocionales con tendencia a la escenificación perfeccionista y, a su vez, autodestructiva, que está abocada a la insatisfacción de la que tantas editoriales y psicoanalistas se nutren (y gracias que tenemos a estos últimos).

Para terminar me siento obligada a pedir perdón y,a su vez, aclarar que esto no es una alegoría a la aniquilación de tales productos, ni siquiera es un canto sobre un bucólico pasado mejor. Sólo hablo de una fosa recién cavada. En nuestras manos está meter todo el arte prefabricado y sacar al crítico enmascarado que llevamos dentro, o sino, mis queridos lectores, tendremos que empezar a convivir con el fatalismo de las mentes parcialmente satisfechas y tirarnos nosotros dentro. Eso sí, que nadie se sorprenda si al final terminamos envasados en PVC.




[Imagen: Karen Crook]

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