sábado, 25 de agosto de 2012

El salvaje de Aveyron.


En 1800, llevaron a París a un niño absolutamente salvaje que había sido capturado en la región de Aveyron, convirtiéndole en asunto público. Por aquel entonces Jean Itard, estaba a punto de doctorarse en medicina, y no quiso desperdiciar la oportunidad de experimentar con aquel ser socialmente no contaminado y probar de esta manera las teorías antropológicas y teorías educativas que se daban por la época. Tras cinco años de intenso trabajo y esfuerzo dedicado exclusivamente a potenciar las capacidades de aprendizaje del chico (cuando llegó rondaría ya los diez o doce años) , el gobierno dio por concluido el proyecto sin más resultado que un gran fracaso.

El caso del llamado salvaje de Aveyron no fue el único clasificado de esta índole, pero sí fue la primera piedra para el desarrollo de lo que hoy conocemos como “educación inclusiva”; ésta no es más que un modelo educativo que pretende satisfacer las necesidades de aprendizaje de todos los individuos a través de programas compensatorios de manera que todos seamos receptores de una educación de calidad y diversificada según las necesidades individuales, paliando así los efectos de las posibles deficiencias (ya fuesen genéticas o ambientales) que se pudieran sufrir para que no supongan la causa incorregible de un futuro marginal.

Hace un tiempo, cuando trabajaba de profesora de idiomas, tuve la oportunidad de vivir la experiencia, que más que una experiencia, fue un golpe de suerte. A punto de terminar el curso académico, empecé a trabajar con una niña de apenas once años, dulce y tímida, con una deficiencia visual bastante severa y evidentes problemas de aprendizaje. Cuando me propuse empezar a preparar las clases, todo se me hacía cuesta arriba, y es que no sabía cómo iba a conseguir enseñarle de manera casi totalmente acústica. En el primer contacto ya pude ver que el problema no era de la alumna, sino de sus profesores; si bien tenían o no los instrumentos necesarios para cubrir las necesidades educativas específicas que ella requería -lo desconozco-, supuraban un interés de niveles bajo cero en conseguirlos o utilizarlos. Cuando vi las notas finales, lloré. Había intercambiado un suspenso tras otro por un sobresaliente anual en apenas un mes.

La razón por la que hablo de todo esto no es otra que el hecho de que, muchos podríamos haber sido otros “salvajes de Aveyron” , una cifra más negra del sector de “fracasados” del sistema, si no fuera por los compromisos que se tomaron al respecto con la totalmente infravalorada LOGSE (que, para quien no lo sepa, no tiene diferencias sustanciales con la actual LOE) y asociados a las consecuencias directas de la Conferencia de Jomtein y los llamados “Objetivos del Milenio”. El sistema tiene muchas grietas, pero ¿qué hubiese sido de toda una generación sin los programas de refuerzo de la lengua vehicular para inmigrantes -más aún después del boom de finales de los noventa-? ¿sin becas para alumnos de clase socio-económica media-baja? ¿sin diversificación para alumnos de alto rendimiento académico? ¿sin cursos de técnicas de equidad en la enseñanza para el profesorado? ¿sin la adaptación curricular para discapacitados sensoriales?

Si todo esto fue posible, es gracias a que este compromiso se tornó realidad a golpe de talonario por parte de las arcas gubernamentales -sin desmerecer la inconmensurable labor de las instituciones y familias- a través de becas, subvenciones y programas como los ya mencionados. Ahora, con tanta tijera y tan poco miramiento, tengo miedo; miedo de que haya sido una “edición limitada” de ayudas para la igualdad de oportunidades porque un Efecto Pigmalión negativo como el heredado de las técnicas educativas del franquismo nos conduciría directamente a unos resultados tercermundistas; y estos, a su vez, a un incierto futuro rebosante de iletrados sumisos y maleables. Llámenme malpensada si lo creen justo, e incluso fatalista, pero primero abran un poco las guías de asno: una masa analfabeta cuasi-oligofrénica es, con seguridad, la zombificación perfecta.

Como bien una vez leí en una columna de Ángela Becerra (y discúlpenme si yerro en las palabras exactas) “el pastor que no entiende a sus ovejas, se queda sin rebaño”, y usted, mi querido Wert, no está entendiendo nada ni a nadie. 

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