viernes, 2 de enero de 2015

Eternidad y memoria.




La crisis existencial número 9 acabó una mañana de febrero. Despertó en una sola bocanada de aire, se incorporó como una tabla, miró a su alrededor jadeante y arqueó las cejas. Era el lugar, lo reconocía sólo por el perfume que exudaba cada rincón de yeso y pintura; podrían torturarle y arrancarle los ojos que seguiría siendo capaz de dibujar cada elemento que allí se encontraba desde el año 1990. Aun así, la confusión había nublado su lucidez. Era pero no era. Extendió el brazo, temeroso, la bombilla comenzó a parpadear tintineante y, de alguna manera, su respiración se acompasó con el delirio lumínico.

Extendió las manos frente a los ojos que aún conservaba, por el dorso y la palma las examinó concienzudamente: el vello masculino que apenas hacía unos años había hecho aparición, las cicatrices de la infancia y la piel de los nudillos algo deteriorada por el frío. Sabía que eran sus manos pero las desconocía. Eran suyas, pues estaban pegadas a su cuerpo, pero sólo a medias formaban parte de él. Se dejó caer entre las sábanas arrugadas y desastradas, sin entender nada.

"Tengo que pensar", cerró los ojos y meditó. Recordó la primera vez que vio sus manos, pequeñas y rechonchas acariciando el rostro desdibujado de su madre, sonriente. Nunca volvería a sonreír así. Memorizó los primeros trazos que fue capaz de crear: con un lápiz de madera de color verde dibujó el número tres. Después de eso, todos los cuadernos estuvieron repletos de treses de colores, pues aún no conocía los símbolos de su nombre. La bicicleta de los flecos blancos, el pelo de su perro, atrapar pompas de jabón, la piel del melocotón, los puntos de sutura en la barbilla, el primer cigarrillo y los pechos de aquella mujer.

De repente, un temblor. La imagen de aquella mujer se hizo más fuerte y, con ella, las patas de la cama comenzaron a tropezarse consigo mismas; entonces, el terremoto. Se asió fuertemente a los bordes del colchón y recorrió mentalmente cada centímetro de su cuello tal y como lo había hecho la noche anterior. En cada pulso, su cuerpo se izaba y empezó a despegarse de las leyes de la gravedad. Con los ojos bien abiertos comprobó cómo el mundo conocido se desmoronaba cual castillo de naipes, y él, flotaba aparentemente ileso. Los redobles de la respiración femenina menguaron sus medidas hasta reducirlo al tamaño del ojo de una aguja. El tejado desapareció, su torso fue elevado a gran velocidad entre las distintas atmósferas del globo, se abrió una costura en el cielo estrellado y, a través del roto estelar, gracias a su diminuta dimensión, se coló en un encarnado arroyo de denso y cálido fluido.

Se dejó arrastrar por sus corrientes envuelto por aromas desconocidos en una energía indómita. En un curso veleidoso, se enjuagó de voluntades, permaneció en blanco y fue inexplicablemente feliz. Rió a carcajadas, nacieron luciérnagas en su estómago, de sus ojos brotaron fuegos artificiales y, finalmente, reconocióse niño. Las manos ya no eran armas, ni frenos, ni herramientas, ni extensiones útiles, sólo servían de reposo y ancla. Entonces, durmió.

Allí, lo entendió: había sido absorbido por un hilo de hálito de inmortalidad, era un eterno viajero en los caprichosos conductos de su sistema circulatorio, su descanso sería el parpadeo que le dedicara. Volvería a ser él únicamente para reconocerse y morir cuando todo aquello que conocía de ella feneciera. Eternidad y memoria, sinónimos puros.



2 comentarios:

  1. Qué bueno, Denantes... Qué bueno...

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  2. Siempre es un placer escribir con semejantes lectores.

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