miércoles, 1 de abril de 2015

Ítaca.





Abro las ventanas, te hablo, viento, a menudo. Viento barres, viento oxigenas, viento arrancas y viento,  viajas. Tráeme los recuerdos de la ciudad en la que nos (re)conocimos entrelazados en las espigas negras que adornan el iris doble que me mira.

Viento, paseas entre la brillante palidez de sus nuevos cabellos, resabiándote en cada visita. Arrasas con los restos de la antigüedad maldita, de los dioses sangrientos, de los relojes muertos. Ahora, acariciando su silueta contra la ventana, a piel descubierta, dejas al hombre bautizado en calma.

Viento, llegas en forma de brisa, te cuelas en mis pulmones y, disfrazado de huracán, me agitas las entrañas. Quiero desollarme las cuerdas vocales, viento, para descubrirle lo que hiciste en mí; que creas pasillos en la Tierra sólo para dejarte ver y traerme milagros de carne, hueso y vísceras.

Viento, que por diversión, haces sufrir a los mortales, frágiles juguetes en tus manos absolutas. Para siempre y jamás, también adverbios que te pertenecen. Nunca acabarás, siempre origen y solución, controlas la vejez con invisibles voluntades.

Viento, que consigues que el sonido se meza en el espacio hasta mí, que permites que los violines de su voz retumben en mi tímpano. Admite que no es casualidad, asume tu responsabilidad en esta interminable travesía que hace temblar mis crines.

Viento, gracias por regresarme a la orilla de esta Ítaca que lleva por nombre un emperador romano.

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