viernes, 31 de julio de 2015

El aviador.




Comienza con una ligera punzada en el entrecejo. Posteriormente, se ramifica la corriente desde la hacia la base del cráneo. Ahí, frena de repente y se diluye sin fuerza a través de los vasos sanguíneos hasta llegar a los talones. Un globo aerostático se hincha entre el esternón y la lengua.

Es el vértigo de asomar la cabeza por una ventana en el piso sesenta y siete, la cabeza totalmente transversal a la imaginaria línea perfecta que crea, en contrapunto, el suelo, y abrir los ojos de repente. Las 23:59 en el reloj de la cocina, el borde de la ropa interior, el beso en la nuca de esa foto, la primera caída de la montaña rusa, el suspiro antes del examen final. Cuando creo que debo abandonarme por la inercia de la tensión, dejarme caer por el inicio y el final, aparecen sus manos aviadoras y elevan el vuelo de la tráquea.

En círculos, las notas aparecen a la par que las cuerdas son violadas por unas yemas francesas. Me devuelve a las siestas de verano, a los campos de lavanda, la primera bocanada de aire al llegar a la superficie, el sol de otoño resurgiendo en las nieblas bretonas, el calor de las manos de mamá, un aliento dulce que susurra mi nombre consciente de a quién nombra. El susurro, pasa a ser un silbido al final, confunde los vocablos de mi título con el tintineo feliz de su voz distraída.

Está cuerdo, se expresa bien, no mira de reojo ¿Es una supernova lo que oigo al retumbar su risa en mi tímpano? ¿Acaso confundo estas tierras con la certidumbre del polvo? ¿Es luz lo que veo a través de su garganta, que me eleva y me sacude indefensa? ¿Es cierto lo que me cuenta el silencio entre las patas de la cama antaño ensombrecidas?

Cuidado, muchacha, sé prudente, que aquel que todo te da, todo te puede quitar. No vueles cerca del sol.

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