martes, 11 de agosto de 2015

Sans crainte.



El tren avanzaba con su habitual traqueteo. Era viejo, que no antiguo, chirriaba a la altura de cada poste y hacía tambalear los cables que sostenía, débil, el tiempo. Un reloj de arena atascado por la humedad me hacía recordar la noche de febrero que dejó caer la copa de vino.

Pasamos cerca de un pueblo. A través de la ventana se percibía el gesto incómodo de sus habitantes, que reciben el paso del tren como una visita incómoda que rompe la dulce y cómoda rutina. Trajes marrones como las tierras que les rodean, el sol parecía haber sembrado en sus rostros la cosecha de los años perdidos. Las faldas, agitadas por la brisa juguetona del verano, dejaron entrever las cicatrices de los cardos del camino sobre las piernas de las señoras, antaño firmes y plenas de juventud. El tren no me permitió apearme en la mitad de esa nada, continuó sin descanso el plan elaborado. Las 20:20, pedí un deseo.

Se pliegan los ojos y me sumerjo en un mar de reflejos de luz y memoria. La memoria, esa puta traicionera que castiga como el mejor de los amantes, el peor de los amados. Aparecen diapositivas que registran movimientos congelados, o sensaciones, que me atormentan. El dolor, la culpa, el vértigo de la eterna decepción, el estómago revolcándose en el arco de un violín desafinado, el vacío. Respiro, las manos frías de febrero, invisibles, vuelven a tomar las mías con cuerdas compasivas. Puedo recordar cada una de las arrugas de las manos de la pureza entregada. Era él, una y otra vez, en cada átomo desnutrido por las palabras del dios que nunca existió, su personaje de ficción favorito, me dijo.

Frenó el vagón, ligero y suave, como si no quisiera despertarme completamente de mi regreso al hogar. Pude ver el mundo en su totalidad y cómo el caos cobraba sentido en unos calcetines atrapados por una maleta rota. Un gesto sonrojado y valiente intentaba dominar el carácter de la cremallera deshecha por el uso, en un farfullar de quejas y maldiciones abandonó la moqueta gris. Se vació la cámara, se llenó de oxígeno, nació el otro silencio. El trayecto acabose en un bálsamo de libros y ojos, cedió el paso a la sana incertidumbre, al aleteo dicharachero de la mosca sobre la sandía de verano, a la pasión de la noche adormecida, al susurro de la miel atraída por la gravedad terrestre.

Ahora marca el reloj las 20:20, pide un deseo tú. A mí ya nada me hace temer.


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