martes, 21 de junio de 2011

Analgésica.

En esta calle somos cuatro: Mi maleta, el silencio, mis ganas y yo.
Una maleta marrón, corroída por el tiempo que sólo contiene secretos. Un silencio incómodo que no me olvida cuando se trata de soledad. Unas ganas de alzheimer y anestesia en asuntos de cicatrices mal curadas. Y, como siempre, yo, que no podría salir sin mi alter ego. Todos ellos me acompañan cuando salgo a pasear con nocturnidad y alevosía por las calles de la ciudad en busca de unos ojos con el cartel de “Se alquila” colgado en pupilas llenas de vacío.

Camino y avanzo, y cada piedra que piso me parece un poco más dura que la anterior. Quizá sea porque la carga cada vez se hace más pesada y mis pies no amortiguan las caídas como antaño. Me miro en los escaparates cerrados y consigo llegar a lo más profundo de mi infección. Otra maldita noche huyendo sin saber de qué ni por qué lo hago. Soy una cobarde que salta de estrella en estrella, y se estrella porque los que alquilan su alma piden un precio que no puedo pagar. No puedo evitar traer goteras a casas desconocidas cuando me derrumbo por defensa propia, eso no es nada nuevo.

Bailo con mi maleta marrón bajo el manto frío de las dos de la madrugada. Resbalan mis pensamientos de días felices para entrar extasiada en un mundo que es sólo mío. Me recuerda a la primera vez que probé el sabor de unos besos que no esperaban nada de mi. Unos besos que se me antojan más lejanos que mi antigua ignorancia analgésica. Ni la morfina intravenosa consigue arrancarme la visión de esos roces, cuando ninguno de los dos sabíamos de la existencia de otros tipos de salvavidas.

No hay nadie que me pueda decir nada de él, pero me parece divisarle a lo lejos y no puedo acercarme. Sufrió lo suficiente al elegirme entre todas las trastornadas bipolares, y sigue arrastrando la cadena de mi recuerdo por las calles. Como yo hago con la mía. No es el mismo hombre que conocí en una noche de soledad y alcohol 98º. No cambio de tesitura, sigo convirtiendo olas de sonrisas en mentes atormentadas como la mía. Podré cambiar mil veces nuestros nombres, pero no desterraré la sensación de esos dedos tocando el piano en mi estómago al igual que no puede arrebatarme mi máscara. Ya le dije que a veces somos devoradores de corazones con buenos disfraces de princesa.

Por primera vez deseé que ésta vez jugáramos a ser sonetos felices en lugar de tristes notas de suicidio. No queda otro consuelo que empaparme la ansiedad de volver a hacerle mío que me devora en una manzanilla fría, de vuelta en mi cama abandonada. Esa es mi única verdad.

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