martes, 21 de junio de 2011

Arde París. Arde.

Era una de las primeras noches de primavera en la que el frío no castigaba. El lugar estaba abarrotado y mi vestido tenía manchas de vino. Tu cabeza daba vueltas, la mía no paraba quieta. Sendas ondas cerebrales se mezclaban, chocaban y se infiltraban la una dentro de la otra, creando un big bang repleto de fuegos artificiales, de dinamita de colores, de bengalas a cámara lenta.
Miradas con los labios; conversaciones con los ojos; una mano en el hombro; dan como resultado una sonrisa y dos gajos de mandarina. La fórmula matemática no falló. Los vientos huracanados levantaron una espiral alrededor de dos cuerpos autoritarios de pieles fundidas.



Entre marchas imperiales, cabellos enredados y soldados perdidos, un tanque ruso atravesó los hornos parisinos. Los muros cayeron, los caminos se enterraron, y a lo lejos, en lugar de los techos y paredes de la antigua París, se divisaban vapores y humos mezclados con apacibilidad. Entre tanto caos, sobrevino el orden, e impuso sus nuevas normas, haciendo que los días se derritieran por la comisura de los labios. Los años pasaron en unos días, nos volvimos más viejos, derrumbamos las entrañas y detrás de un objetivo quedó patente cómo fue la noche en la que (algún día) me enamore de ti, como subjuntivo de algo que aún no ha podido ocurrir y que contaré.

Aunque seas ruso, aunque París no sea lo que un día fue, podemos tener un territorio neutral, y declararnos zona cero.

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