martes, 21 de junio de 2011

Todo a este lado del espejo. Todo difuso. Entes que van y vienen, y nadie se da cuenta, de que no sirve de nada sonreir delante de una cámara; las fotos son diapositivas en vida, para recordar cómo las cosas mueren.
Y desde este lado del espejo te veo, nervioso; te veo, vanidoso; te veo, lustroso.
Ese no es el que conozco, y pienso, que tal vez -sólo tal vez- este espejo me esté engañando, y no seas tú.
Tal vez me han encerrado en uno de esos laberintos de cóncavos y convexos, donde no existe salida, donde todo es reflejo y nada es real, donde los caminos conducen a la total locura, donde el Minotauro observa con una mueca cómo se deforman los recuerdos de algo que aún no ha ocurrido.



Los canales se secan.
Las mujeres lloran desconsoladas entre humo y polvo.
La casa se derrumba hacia el mar, y mientras lo hace, en mi habitación Alicia toca como ausente un piano desafinado.
Los hombres caen inertes sobre charcos rojos.
Los ronrroneos han dejado de existir y, de repente, no hay más razón para estar aquí.
Corre, corre. Intenta salir. Más rápido. Huye.
Que no venga a tomarte la mano la desesperanza.
Que ninguna nota se corte a la mitad.
Vete a casa. Vuelve al círculo polar.

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