martes, 21 de junio de 2011

Descalza.

Un vestido rojo. Zapatos caros. La sala apesta a maquillaje y frivolidad. Todos ríen, Sam se sacrifica. La fila de dientes ajenos se torna diabólica, extraña, pero ella sonríe desde la estratosfera de su universo individual, aunque ya no le queden razones para hacerlo.

Poco a poco, la obligación voluntaria de encontrarse rodeada de esos monstruos se convierte en ansiedad. Su propio reflejo en los espejos le molesta.

“¡Qué me importa a mi este rostro! Esto no soy yo. No puedo ser yo. Es imposible.”

Alcanza la primera copa que encuentra y baña su garganta con ese líquido burbujeante. Sin embargo, el alcohol no la hace más valiente, no la ayuda a salir de ese pequeño escenario, sólo potencia el descontrol de la situación. Y es que no hay violines suficientes para acallar los gritos internos, no existen tantos músicos como para complacer un alma atormentada.

Progresivamente, el aire se hace más espeso, le cuesta respirar, el perfume de los demás asistentes vician el ambiente hasta hacerlo insoportable. El sudor frío le recorre la espalda y nota el batir irregular del gran músculo irrigador. La respiración se acelera de manera incontrolable y, repentinamente, sale con lo puesto disparada. Corre, huye de aquel lugar infectado de odios y miradas lascivas. Los árboles de la orilla de la carretera marcan los metros recorridos con una dirección fija: LEJOS.







Después de un tiempo (factor inexistente en una huida), Sam ya divisa una figura humana entre los espíritus olvidados de la ciudad. No ha dejado de correr, pero allí está él, donde lo dejó, sentado encima de un muro.

- Ya tardabas.
- Me escapé en cuanto tuve oportunidad.
- Pareces una furcia vestida así.
- Tenía que parecerlo.
- Habría dado mis dedos por no tener que verte nunca de esta manera.
- Yo también.

Él se da la vuelta y sigue mirando al horizonte, ella se encarama zapatos en mano al punto más alto del muro, junto a él. El reloj del campanario anuncia la hora de aquel agujero contaminado: dos de la madrugada. Automáticamente, se activan los aspersores del jardín que se encuentra bajo sus pies. Ambos, mantienen la mirada alejada de cualquier lugar que tenga especial interés; durante un tiempo, sólo existe la nada y ese sosegado ruidito que provoca el agua que cae sobre la hierba quemada por el sol.

De repente, la gravedad atrae los zapatos de Sam y, seguidamente, esta se deja caer sobre la tierra mojada. Una sensación de alivio se apodera de ella cuando los dedos de sus pies abrazan las briznas de hierba. Sus piernas se dejan bañar por la lluvia artificial y, como consecuencia, se olvida de pensar. Sólo ese preciso e inestable momento se convierte en el núcleo de sus vivencias. Toda ella, las ánimas vagabundas que la acompañan, cada molécula de los compuestos que llenan sus pulmones, cada poro de su piel… Todo suda armonía consigo misma. Por fin vuelve a tener cinco años, la felicidad plena revivida una y otra vez.

- ¿Te irás? - Le pregunta la silueta que se esconde detrás de un cigarro encendido, aún sentado encima del muro.
- Debo hacerlo.
- ¿A dónde?
- Donde pueda volver a ser yo misma. Donde no necesite esforzarme para sonreír. Donde no tenga que mentir. Donde empezó todo.

Las dos miradas se cruzan en ese momento. Él, una sombra preocupada. Ella, un baño de luna extático. Pero nada importa, comprenden los papeles que juegan el uno con el otro.

- No me gusta nada Sam, pero me gusta cuando eres Sam.
- …
- Esa ciudad tiene buenos bares, buena gente y mucha droga. Es un buen lugar para vivir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario