De golpe, una boca tropieza en mi oído de viernes noche, me aparta el pelo y no quiero mirar. Huele a vorágine, a licor y a sándalo de guerrero. Es un error, [mamá-no-quiero-mirar] pero su barba hipnotiza mi piel con caricias accidentales al pronunciar las palabras prohibidas, y no puedo hacer más que seguirle. Ruta a la perdición aterrizan sus labios sobre el hombro desnudo: la resistencia rendida.
El tiempo se para. El reloj no avanza. El minutero ha muerto. Mi encarnada piel de melocotón lleva su rúbrica inicial en la superficie, se humedece y bulle. Bulle. Huye. Destruye. Él continúa alimentando mis instintos con saliva, mi respiración se entrecorta con su pecho en mi espalda y empiezo a recordar los paisajes de Gomorra que tanto anunciaban el fin de la inocencia.
Sin tregua.
Vaivén en frío mármol y traspiés.
Guerra lingual. Suspiro.
Cicatrices del ritmo cardíaco.
Mátame. Mátame. Mátame.
Al abrir los ojos, de fondo, nos acusa la luz del día terrorista. Se reanuda el tiempo, ya no somos uno.
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